En el último sábado de agosto, ayer, me llama Carlangas y me
dice que ha descubierto la existencia del Museo de la Felicidad; que lo acaban de abrir (en julio de este año) en Copenhague
(Admiralgade, 19; 1066 København -que es como ellos llaman a su pueblo-). Me
invita a descubrirlo.
En principio, como que no. ¿Museo de la Felicidad?; tú te crees.
Me insiste. Ya se ha hecho su composición de lugar y me dice
que está a un paseíto de Nihavn (que significa puerto nuevo, pero que es el
puerto viejo que ahora está lleno de garitos para todos los niveles); “hay que
ir hacia el norte, en la línea del teatro real”. No me perderé; me asegura
Carlangas. Pero ni por esas.
¿Se puede museizar una emoción, un estado, una sensación?
Lo pregunto porque reduciendo la cuestión a la mínima
expresión, la felicidad no es más que eso: una emoción. Es la suma de
experiencias, me explican, en el tránsito (tú también, Bruto, hijo mío) hacia
el objetivo que queremos alcanzar.
He leído, instigado por la noticia de Carlangas, que la
felicidad es también un estado, de grata satisfacción espiritual y física, que
llevamos la tira de años analizando; y en su búsqueda permanente. Desde tiempos
de Sócrates (≈ 400 aC) sabemos que la felicidad está en el desarrollo de la
capacidad de disfrutar (de menos cosas… ¿lo ejecutaron por plantear hacerlo con
lo menos posible?). Su discípulo Aristóteles (≈ 350 aC) aseguraba que la
felicidad es algo que depende de nosotros mimos. Platón (≈ 320 aC), seguidor
del primero y maestro del segundo, planteaba que todos los hombres perseguimos
la felicidad, emoción que encumbraba como un deber del ser humano.
Como esto es muy antiguo, no quiero bucear más en los
abismos filosóficos y hago un salto de la rana cualitativo hasta el último
tercio del XVIII con mi admirado Inmanuel Kant, geógrafo de pro que muchos
tildan de filósofo: “la felicidad, más
que un deseo, una alegría o una elección, es un deber” (muy platoniano él).
Y en ese deber me quedo; en el conseguirlo. El mismísimo Séneca (≈ 50) era el
que decía que “todos aspiramos a ser
felices” y mil setecientos años después fue Kant el que dictó (la verdad,
poco tiene que ver esto con la geografía) las reglas para la felicidad: “algo que hacer,
alguien a quien amar, algo que esperar”. En base a Kant, soy feliz. Y a
nivel supino: porque además disfruto Benidorm, el lugar de la felicidad.
Bueno, me ha venido al pronto la escena de Mafalda
(gracias Quino) cuando conoce a su amiga Libertad: “Qué chiquita sos”… Es que resulta, como dice la amiguita Libertad,
que “todo el mundo saca su conclusión
estúpida cuando me conoce”. Pero es que esto esto va de la felicidad y el
museo de Copenhague bueno será para quienes no conocen Benidorm y poco trajinan
con la felicidad.
Vuelvo a argumentar. A mediados del XVII, Pierre
Corneille ya dejó dicho que “la felicidad
parece hecha para compartir”, lo que me lleva de nuevo a Benidorm y me
aleja del localito de la Admiralgalde
por mucho que se empeñen en perseguir que con una visita al Museo de la
Felicidad se sale más sabio, más feliz y más motivado para hacer del mundo un
lugar mejor. Buen intento; pero sólo eso.
La iniciativa del museo es del Instituto de
Investigación de la Felicidad (The Happiness Research Institute) que se dedica
a crear y analizar encuestas sobre felicidad por países y empresas,
aconsejando, tras analizar las encuestas, como se llega a la felicidad. Es que
hay parámetros para medir la felicidad; bueno, en realidad, los hay para medir el
nivel de alejamiento de ese estado ideal. Estos del Instituto dicen que
Finlandia es el país más feliz del mudo… porque reducen la desigualdad, no
porque sonrían más, luzca más el sol o porque el vodka finlandés conserve más y
mejor la esencia de la propuesta bebescible
de Mendeleiev, el de la Tabla Periódica, para el vino de mesa que es el vodka.
En este instituto danés, como en medio mundo,
consideran que el dinero no da la felicidad. Y van a más: el éxito, que tiene
mucho que ver con la autoestima, no es elemento primordial de la felicidad. Dar
sentido a la vida, dicen, sí produce felicidad. El caso es que, basándose en el
informe anual de la Red de Soluciones para un Desarrollo Sostenible de la ONU,
en el instituto danés plantean que algunas sociedades son más felices que
otras… Y de 156 países analizados, España está ahora por el puesto 36… porque
desde la crisis de 2008 hemos ido cuesta abajo y sin frenos. Y cuando hagan el
próximo sondeo, ¿hasta dónde caeremos?
Menos mal que siempre nos queda el turismo, que es
cuestión de optimismo y, tal vez por ello, la industria de la felicidad. El
turismo ha superado el nivel del concepto servicios y ha alcanzado la dimensión
de industria y con ello el apellido de la felicidad. Nunca dejó de ser
industria (industria de los extranjeros, 1905), pero había que ser snob y todo
aquello que no llevara mono azul y herramienta en ristre dejó de considerarse
industria por esa errónea concepción decimonónica de estructuras sociales. A
estas alturas del XXI volvemos a considerar como industria al turismo: la
industria de la felicidad.
Viajar y disfrutar siguen constituyendo el sueño anhelado
de la humanidad. Yo sigo recomendando una toma de contacto con una superficie
de más de 250 m2 para conocer lo que de verdad es la felicidad; porque la
felicidad es un estadio que se alcanza en un lugar como Benidorm: dos playas a
las que les ha crecido detrás toda una ciudad de servicios y en la que la felicidad
no disminuye cuando se comparte. Y más ahora que ha conseguido unir a su estela
los conceptos de seguridad y confianza.
La confianza, que es componente fundamental, hay que
ganársela. Y Benidorm, con uno de los índices de repetitividad más altos del
turismo mundial y una posición destacadísima en el imaginario de felicidad de
cientos de miles de españoles y europeos está ahí como referente de felicidad.
Benidorm es el mejor enclave del concepto felicidad. Ocupa
superficie, más de 250 m2, y un lugar en la mente… y otro en el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario