Como el que no quiere la cosa, los del contubernio del sábado hemos
recordado hoy al gran Paco Sellés, que va a hacer tres años que en este
mes de abril nos dejó. Mucho tiempo ha pasado desde que él, siempre impecable y
todo un señor, en el bar del Hotel Don Pancho, nos explicara -a los plumillas
de mediados los ochenta- aquello de que “la Semana Santa son tres días”.
Y aún no han llegado, que estamos a sábado.
Uno, yo, con todo su golpe de entrar en el informativo de
cadena nacional, por cercanía, sabiduría y campechanería, acudía a él, cual
oráculo de Delfos, a reclamar, antes de que HOSBEC desarrollara la
superestructura que tiene ahora, análisis y proyección por los datos, cifras y
volúmenes grandilocuentes salidos de un despacho cualquiera a tenor de una
información ministerial lejos de la realidad, del turismo que nos habían
endilgado. Y él, siempre adusto y serio, te bajaba de la nube: “la Semana
Santa son tres días”. Eso sí: tres días que actúan como termómetro del verano.
Nunca erró Sellés en una proyección de aquellas, coincidimos
buena parte de los presentes que por aquellos días oficiábamos. El único que
queda en activo soy yo: ellos, felices jubiletas.
Y, después de sestear, cuando escribo esta reseña, estamos, de
verdad, a las mismísimas puertas de la Semana Santa, tras el viernes de Dolores,
en este día sábado que no encuentra apellido, previo al Domingo de Ramos. No sé
qué tendrán estos sábados pasionales -ni este, ni el próximo-, pero ni para el otro
encuentro nombre: del Viernes Santo transitamos al Domingo de Resurrección
pasando por el Día de la Soledad de María; “S” de Soledad en lugar de “S” de
sábado. Seguro que dedicándole un ratillo daríamos con el quid de la cuestión[1];
pero ahora mismo, ya saben, wikipapá no está.
Y así, como el que no quiere la cosa, estuvimos hablando de
vacaciones.
Siempre es el mismo, representando al ala izquierda del contubernio,
el que cuando sale este tema me sacaban a pasear al belga Blum y la Ley del
Contrato de Trabajo de 1931[2],
obviando que -estos chalaos míos es que son así- desde el triunfo de la
Revolución del 17, en Rusia, los obreros fabriles afiliados al Partido
Comunista podían recibir el premio, del comité político de turno, de una
semana de vacaciones, por su afección supina al régimen y una excelente
productividad. Y eran siete días de asueto y lavado de cerebro (le añado yo, de
mi cosecha, sin base argumental posible, que, enseguida, me vengo arriba.)
Pero es que además se me olvidan de Antonio Maura[3]
y su decreto de septiembre de 1918 de “una vacación -singular-
de quince días”, pagada, para funcionarios (empleados públicos,
maestros y militares), siempre que las necesidades del servicio lo permitieran.
La banca y el comercio se unieron al poco tiempo, con entre siete y quince
días, alegando “costumbre profesional” y “acuerdos corporativos y
concesiones unilaterales”[4].
Y bien es cierto que la vacación aquella no llegó a la gran
masa laboral obrera, pero estaba en marcha ya el tema de las vacaciones (pagadas)
en España, aunque les reconozco que llegó a donde llegó y… Menuda era aquella
España.
Es que este país se las trae. El Código de Trabajo[5]
de 1926 (dictadura de Primo de Rivera), en 333 artículos de nada no encontró ni
uno para dar cabida al tema de las vacaciones. Y eso que ya veníamos del Real
Decreto de 3 de abril de 1919, que establecía la jornada máxima de ocho
horas para todos los trabajos y que los debates sobre organización del tiempo los
tuvimos en 1920. Que en este país antes fueron las vacaciones que la jornada de
ocho horas.
Tras la contienda civil, el Fuero del Trabajo (promulgado en 1938;
una de las ocho leyes fundamentales del franquismo -que nos decían-) dirigió el
tema de las vacaciones, en la línea previa, reconociendo las vacaciones pagadas,
aunque sin especificar días. En 1965 ya aparecen constatados en la legislación española
“quince días”, que fueron tres semanas en 1976; que
de eso ni nos acordamos. Y ya treinta días naturales, veintidós laborales,
consagrados tras la Constitución de 1978.
Que las vacaciones ha costado mucho conseguirlas y que bien
merecen que las disfrutemos cuando lleguen y cuando podamos. Y nueva ronda, con
unos mejillones en escabeche y picantes nivel 9’9 en la escala de Richter: ¡de
muerte!
Pero con todo y con eso, en este debate que nos hemos montado
esta mañana de sábado en torno a un duelo antológico de vermús jerezanos -entre
un Lustau rojo, al que la tintilla de Rota da lo suyo, y un Atamán
de Barbadillo que te convierte en cada sorbo en ‘padre de los jinetes’
como el nombre indica- huyendo del debate nacional de la reproducción subrogada
de una famosa, hemos llegado, en la cháchara, hasta el franco-cubano Lafargue[6]
y su Derecho a la pereza que saco a pasear por estas líneas. Sí, ¿por qué no?
Para desintoxicar, porque salen legión de subrogadas y
cualquiera opina, el tal Lafargue, Paul, defendía que “el trabajo es el
resultado de la imposición del capitalismo” y sus males son palmarios: “En
la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual,
de toda deformación orgánica”[7].
Y contrarrestaba el derecho al trabajo con el derecho a la pereza, que está
mucho más en sintonía con los instintos humanos… y que ha sido muy aplaudido
por el contubernio sabatino.
La pereza o acedía -¡Por Dios!, que este segundo nombre me gusta
más para el sabroso pescado, que también llamaos platija- es el descuido de las
cosas a las que estamos obligados, pecado capital para los cristianos.
La pereza tiene su aquel. Quirce, que se ha venido a pasar
unos días, ha hecho un elogio de la pereza: baja los niveles de estrés y de
ansiedad, relaja la mente y favorecer la creatividad, conlleva más eficacia en
la reactivación y presupone un mayor coeficiente intelectual… lo que ha
provocado una carcajada general. Esta perorata (de la que he tomado nota) y los
elogios de los caldos jerezanos nos ha puesto la mosca detrás de oreja con el
amigo del Alto Penedés. ¿estará perdiendo el oremus[8]?
Él siempre defiende Reus como patria del mejunje y buenos ejemplares ha
aportado a estas citas de sábado.
Y el bueno de Quirce me ha recordado a Russeau[9]:
“la primera y más poderosa pasión del hombre es la de no hacer nada”;
y al no hacer nada le llaman pereza.
Vamos, eso de no dar ni un palo al agua[10]
y que me mantengan.
Pero Lafargue proponía un mínimo de actividad: “reducir
las jornadas laborales a 3 horas, como máximo, y mejorar el poder adquisitivo
de la clase trabajadora”. Sí, con un par. Y eso que ahora hablamos de la semana laboral
de cuatro días. No hemos avanzamos nada. Y nos estamos yendo de madre.
Y en eso que Carlangas ha tirado de Bertrand Russell[11]
–del ‘Elogio de la ociosidad’ (1932)- y me ha hecho buscarlo. Ni
idea tenía. Carlangas me ha sorprendido; Russel es capaz de decir cosas como “Creo
que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el
trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que
predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de
lo que siempre se ha predicado”. Vamos, que telita marinera. Russell es
tremendo y considera un aliado al sol mediterráneo, señalando que “en los
países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y
para promoverla se requeriría una gran propaganda”. ¡Vénganse al sur y
disfruten del sol! No, si la Carrá va a tener razón.
Total, que -chorrito va, chorrito viene; hilaíca[12]
que diría un viajo amigo que nos dejó- la cosa se ha ido degenerando y
Carlangas, nos ha vuelto a sorprender sacando otro as de la manga: la Carta
del Ocio (1966), de la que no tenía ni repajolera idea, pero al saber que
la parieron en Colmar, Francia, ya la he entronizado.
Colmar, en la Alsacia francesa, es uno de los poquísimos
lugares de Francia a los que no me importaría volver y volver, una y otra vez. Y
Francia es tan grande y mis sitios son tan pocos… tan pocos que Ana Bolena,
según el bulo del apologista católico Nicholas Sander, los contaría con los
dedos de su mano derecha: Colmar, Honfleur, Trouville-sur-Mer, Saint Cyprian, Bergerac
y Reims. Ni uno más; país sobrevalorado ese que tenemos por encima de los
Pirineos.
Bueno, pues en Colmar nació la Carta del Ocio, carta programática
en la que definió el concepto, derechos y obligaciones del ocio y los ociosos.
¡Cuán no ociosos estarían!
El ocio es una necesidad vital; el ocio es “un elemento
compensador de las condiciones del trabajo y de la vida moderna. El ocio
permite, mediante la evasión y la distracción, reparar los desgastes psícofisiológicos
que puede provocar una técnica insuficientemente humanizada”. Y va a
más: “El ocio es un tiempo libre que puede permitir al hombre mantener su
valor humano y profesional”. Un cerrado aplaudo he querido escuchar
cuando leída esto.
Y, de repente: “El obrero conquista el tiempo libre al
vender su energía laboral”[13].
Frase sin igual que varios autores entroncan con la felicidad, cuestión que ya trató
Aristóteles[14].
Esta cita creo que ya es consecuencia del añadido etílico de
la comida; pero ya que he llegado hasta aquí y estoy a punto de rematar…
El estagirita[15]
decía que “la felicidad llega hasta donde alcanza la contemplación; y sólo
el hombre contemplativo, el hombre ocioso, puede ser feliz”[16].
¡Con un par!
Pues seamos ociosos: disfrutemos. Hemos concluido, mirando el
reloj. ¡Cómo de rápido pasa el tiempo…!
Ya, viendo que había que ir dando de mano, resumíamos que para
esto del ocio es fundamental disponer ; disponer de tiempo libre -gracias
a la disminución de las horas de trabajo-, disponer de peculio[17]
y disponer de capacidad de desplazamiento. Y de ahí, hemos llegamos al
turismo: relación entre personas y movilidad.
Y en eso estábamos -ya muy creciditos y viéndole el culo a la
segunda botella…- cuando nos han chafado el güito (el sombrero) y nos llamado a
la mesa. Y ya saben: “a la taula i al llit, al primer crit”. Las
que mandan, mandan.
[1] ‘El quid de la cuestión’ es una expresión habitual
utilizada para señalar el punto clave o más importante de una situación o
problema. La palabra quid, préstamo del latín quid, que significa ‘que’, indica
también por sí sola el aspecto primordial de algo, aunque lo más corriente es
añadirle la coletilla ‘de la cuestión’.
[2] El Gobierno de la Segunda República presidido por
Manuel Azaña, con Francisco Largo Caballero como ministro de Trabajo, extendió
este derecho -siete días de trabajo remunerado al año- a todos los empleados. BOE
del 22 de noviembre de 1931
[3] Antonio Maura y Montaner (1853-1925); político español,
ministro de Ultramar (1892), Gracia y Justicia (1894) y Gobernación (1902), presidente
del Consejo de Ministros en cinco ocasiones (entre 1903y 1922). Pasó del Partido
Liberal al Partido Conservador (ingresa en 1902) y en su etapa de presidente
del Consejo de Ministros propugnó una “revolución desde arriba” que trató de
regenerar las instituciones y combatir la oligarquía y el caciquismo. Cayó en
descrédito tras la Semana Trágica de 1909. En 1913 abandonó el liderazgo del
Partido Conservador, aunque volvió a la presidencia del consejo de ministros en
los años previos a la dictadura de Primo de Rivera como cabeza de tres efímeros
gobiernos de concentración. Fue miembro de la Real Academia Española desde 1903
y dirigió la institución desde 1913 hasta su fallecimiento en 1925.
[4] Antonio Martín Valverde, catedrático de Derecho del
Trabajo, 'Las líneas de evolución del derecho a vacaciones'
(1963). https://www.cepc.gob.es/sites/default/files/2021-12/30345rps083065.pdf
[5] Real Decreto Ley de 23 de agosto.
[6] Paul Lafargue (1842-1911); Periodista, médico, teórico
político y revolucionario franco-cubano. Françoise de Lafargue, su padre, era
un acomodado propietario de plantaciones de café en Cuba, lo que permitió a
Paul comenzar sus estudios en Santiago de Cuba (por aquel entonces una
provincia española) y proseguirlos en Francia, en 1851, cuando la familia
Lafargue se mudó a Burdeos, ciudad de la cual era oriundo el padre. Estudió
Medicina en París. Fue yerno de Karl Marx; se casó (1868) con su segunda hija,
Laura. Tras el episodio revolucionario de la Comuna de París de 1871, la
represión política obligó a Lafargue a emigrar a España. Se estableció en
Madrid, donde contactó con algunos miembros locales de la Internacional, como
Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE y la UGT, sobre los que su influencia
acabaría siendo muy importante.
[7] Capítulo 1 -Un dogma desastroso-, párrafo 5.
[8] Llámase oremus a las cintas del misal donde el
sacerdote encuentra las distintas lecturas de la liturgia. Perder una de ellas
era dar al traste con la celebración.
[9] Jean-Jacques Rousseau (1712-1778); polímata suiza. Con
'El contrato social', hizo surgir una nueva política basada en la voluntad
general y el pueblo como depositario de la soberanía.
[10] Expresión que en realidad indica falta de eficacia pero
que se endiente como no hacer nada. Se originó en tiempo de las galeras y aludía
al remero que no ayudaba a impulsar la embarcación por diferentes motivos.
[11] Bertrand Arthur William Russell (1872-1970): Filósofo,
matemático, lógico y escritor británico, ganador del Premio Nobel de
Literatura. Tercer conde de Russell, pertenecía a una de las familias
aristocráticas más prominentes del Reino Unido: hijo del vizconde de Amberley,
John Russell, y ahijado del filósofo utilitarista John Stuart Mill.
[12] Dominio del arte de escanciar (desde altura) vinos y
alcoholes para servir un chorrillo mínimo, del grosor de un hilo
[13] Juan Ortíz de Mendívil. Ocio y Turismo.
[14] Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.); Filósofo, polímata y
científico griego nacido en la ciudad de Estagira, al norte de la Antigua
Grecia. Es considerado junto a Platón, el padre de la filosofía occidental. Sus
ideas han ejercido una enorme influencia sobre la historia intelectual de
Occidente por más de dos milenios.
[15] Había nacido en Estagira, hoy Stavró
[16] La felicidad en Aristóteles. https://proyectoscio.ucv.es/wp-content/uploads/2019/09/AIF.-2-MAGDALENA-BASCH.pdf
[17] Cantidad de dinero o conjunto de bienes que posee una
persona
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