Cuando yo era pequeño, a mi padre le gustaba entrar a Benidorm
por La Cala y Poniente y pasar por delante de los bicharracos marinos, oscuros
y dentados, que pintó el cartelista, decorador y empresario Felipe Pastor
González en lo que yo siempre llamé ‘la trasera’ de su hotel -Gran Hotel
Delfín- y que a muchos les ha dado ahora por llamar ‘fachada norte’. Vale: un
muro.
(del plano original)
A mi neurona de entonces, predecesora de la de ahora, le
chirriaba que algo tan simpático como un delfín –en el Gran Hotel Delfín-
pudiera ser identificado con aquellos bichos negros y siniestros allí pintados.
¡Coño, que resulta que es arte!; ¡qué falta de sensibilidad la
mía!
Como se respondía Eugenio a su pregunta: ¿a usted le gusta la
pintura?: más de un bote, me empalaga. Pues eso me pasa a mí. Bueno, confesemos:
me gusta Vermeer[1];
esa luz entrando por la izquierda… y mi cuadro de cabecera, “El geógrafo”.
Lanzada esa carga de profundidad, vuelvo al tema –que si
delfines, que si orcas- y les cuento que…
Yo era fan de Flipper, el delfín protagonista de
una de las grandes series familiares de los años sesenta. Estrenada en los EEUU
en 1964, llegó a España en el otoño del 68. El delfín Flipper era
imprescindible en las aventuras que corrían Sandy y Bud, los hijos del guardia
del parque marino de Coral Bay -una hipotética y cuasi paradisíaca reserva
marina, entre Florida y las Bahamas; que nunca me enteré bien-, donde el viudo
padre de familia intentaba educar de forma seria y responsable a sus dos vástagos,
que aprendían más en el parque marino gracias a su amigo Flipper que
yendo al cole.
Flipper –siempre me decía mi padre- era
un delfín mular -también llamado de nariz de botella-, muy inteligente,
simpático y divertido, de lomo gris azulado. Yo era un niño y esa percepción me
acompaña.
Y los bichos de don Felipe -¡que son orcas!; de niño y de
mayor, aunque animalotes de la familia de los delfines son- tienen una
dentadura tiburónica que daba y da miedo.
Los delfines tienen su dentadura, oiga; pero parecen el osito
de ‘mimosín’ al lado de los monstruos marinos de la redicha fachada
norte.
Y vuelvo a mí.
Por aquellos entonces de finales de los sesenta yo era -quiero
creer- un tierno infante que disfrutaba con las aventuras de Flipper, el
mejor delfín de la tele -y el más conocido de la historia-, y estaba cada
martes pegado al televisor al volver de los Jesuitas para ver sus aventuras. Flipper
era ingenioso y muy hábil. Y -¿por qué no contarlo?- me chocaba oír al guardia del parque llamar
por radio con el identificativo “doble K, 9-8-9-7”. Me hacía gracia -recuerden,
niño- lo de doble K: K-K. Cosas escatológicas de la infancia; con permiso de un
tal Freud.
Por aquellos días, que aún lo recuerdo con cariño, del
Selecciones, del Reader’s Digets, me había buscado mi padre un artículo sobre el
entrenamiento militar de los delfines (en plena Guerra Fría). Alucinante.
He buceado, cual delfín mular, en la web y no doy con el
ejemplar en sí, pero no vean la de entradas que sobre este tema hay en la web.
La Unidad del Programa de Mamíferos Marinos (NMMP) de la Navy de
los EEUU y su homónima rusa son la repera; allí, en la zona oscura del Este de
Europa los llaman “delfines de combate”.
Se emplearon por los yanquis los delfines con frecuencia en
los operativos en la Guerra del Vietnam y, más recientemente, en el Golfo
Pérsico. También realizan labores de vigilancia en las bases californianas y de
Florida para la Navy. Y, por su parte, Rusia es ahora mismo el país con mayor número
de programas de adiestramiento animal marino y también el que más diversidad de
especies emplea. La mayoría de los programas son herencia soviética, pero ahora
mismo tienen en marcha programas de entrenamiento, además de con delfines (en
el Mar Negro), con focas y belugas –otro bichejo marino primo hermano de los
delfines y blanco total; no negro como las orcas de don Felipe- en el Ártico
(por eso los eligieron blancos).
Y vuelvo a la mediática fachada del hotel Delfín, que pasará a
mejor vida.
Yo, que sabía de la forma y hocico de aquel simpaticote delfín
que era Flipper, al pasar delante de las orcas dentudas de don Felipe en
la trasera de su hotel me sobrecogía sólo de pensar que alguien pudiera
identificar semejantes bichos con Flipper, mi héroe náutico. Vamos, que
yo era -y soy- un convencido admirador de los delfines (mulares); lo de Liberad
a Willy me pilló muy mayor y con muchos documentales de La 2 a mis espaldas
para admirar a las orcas.
Insisto, lo de la pared en cuestión que aquí hoy nos trae ¡son
orcas!
Sí, bichos de la familia Delphinidae (como los delfines)
que son cetáceos odontocetos (‘odonto’, ¡diente!; ¡¡dentados!!), pero del género Orcinus, con su
particular coloración blanca (en la barriga) y negra (en el lomo), propia de
cada individuo, siendo sus principales características la fuerza, la velocidad
y una supina inteligencia. Y al encontrarse en la cúspide de la cadena
alimentaria y no existir nadie que les achante, las orcas son unos muy
eficientes superdepredadores .
Imagino que a don Felipe le subyugaban las orcas, a pesar de
no haber vivido ‘la movida Willy’, la orca simpática -película y tres secuelas
de postre- con la que estos bichos comenzaron a tener ciertas simpatías al
mismo tiempo que llegaban los documentales y nos contaban sus aventuras y desventuras
del resto de avifauna oceánica.
Reconozco que las llamadas ballenas asesinas pertenecen
a la familia de los delfines -¡Vaya por Dios, don Felipe!-, aunque no resultan
tan simpáticas como los delfines (y a las pintadas en la fachada norte del
Hotel Delfín me remito, aun sabiendo que mi garganta profunda mantiene que son sardinas
risueñas).
Poseen las orcas un muy peculiar manto cromático –negro y blanco-
que cubre su cuerpo; y una mancha blanca cerca de los ojos que las identifica
más. Amén de su aleta dorsal. Para mí –insisto-… ¡don Felipe pintó orcas!
Ya Plinio el Viejo las
puso a parir.[2]
En su Historia Naturalis (77 dC), las describió como monstruosas, muy en
la línea de los bichos de Pastor. Y en esta visión persisto yo. Orcas, son
orcas; y no delfines.
Las orcas son bien conocidas por su inteligencia y sus
extraordinarias técnicas de caza; las orcas, como dije con aquello de “Y al
encontrarse en la cúspide de la cadena alimentaria” no tienen depredadores,
han desarrollado técnicas feroces de combate y caza y se alimentan de animales
de sangre tanto caliente como fría: peces, focas, leones marinos, pingüinos,
tortugas, tiburones y hasta aves. En manada, son capaces hasta de cazar
ballenas jorobadas. Les va la marcha.
Ahora mismo resulta que les ha dado por los timones de los veleros.
En los últimos tres años, la población de orcas de las aguas de la Península
Ibérica ha acaparado la atención de los navegantes por haber protagonizado algún
ataque a embarcaciones en la zona del Estrecho, principalmente.
Y yo, a lo mío: lo que la fachada norte del Hotel Delfín tiene
pintado son orcas.
Felipe Pastor (La Bañeza, León, 1918 – Madrid, 2009), hijo de
artista plástico, bien pronto demostró aptitudes para con el dibujo; a los diez
en ristre. Inauguró la década de los treinta como delineante en el Instituto
Geográfico y Catastral, mientras en la Escuela de Artes y Oficios obtenía hasta
una docena de premios extraordinarios y, con ellos, una beca para su ingreso en
la Escuela de Arquitectura. La Guerra Civil le cogió en segundo curso de
carrera y Felipe cambió planos por carteles en la zona Republicana, lo que no
le impidió, al terminar la contienda, labrarse un porvenir como decorador
dejando su impronta en los hoteles Emperador y Plaza de Madrid -y Ritz, en
Lisboa-, el Edificio España y la Torre de Madrid. Pero sin lugar a duda, el
Teatro Lope de Vega fue su gran obra… y le llegó la fama y la gloria pecuniaria.
Y se metió a empresario. Pastor construyó en Madrid el Hotel
Carlton y descubriendo Benidorm se animó a construir aquí el Hotel Los Dálmatas
en el Rincón de Loix y el Gran Hotel Delfín (1963) en la Playa de Poniente.
Paco Amillo lo ha contado muy bien en su blog[3].
Pastor tuvo proyección internacional más allá del Ritz de
Lisboa con otros proyectos decorativos de envergadura en Tánger y Lausana. En 1964
le fue concedida la Medalla de Oro al Mérito Turístico… y no por pintar los
bichos de la trasera de su hotel.
Y el amigo Manolo Moncada, que conoció bien el Gran Hotel
Delfín, me ha contado que “fue una gran
escuela para la profesión turística”, con “Don Felipe siempre al frente”. Y también algunos detalles de la
intrahistoria que complementan muy bien lo narrado por Amillo en lo urbanístico
–“al final iban a ser tres edificios
tranvía de apartamentos que se convirtieron en uno solo con un añadido en ‘T’
que se destinó a hotel”-; en lo decorativo -“Don Felipe trajo un mobiliario exclusivo al hotel con piezas de
anticuario”-; y en lo operativo: “había
normas para todo, disciplina y 149 personas trabajando para un hotel de 99
habitaciones, 33 por planta y 2 viviendas en el ático, para don Felipe y su
hermano”.
Y de la fachada norte, lo mismo que todos: un dibujo –de sardinas risueñas, orcas dentudas- que
don Felipe mandaba repintar todos los años.
Manolo no entra en si son orcas o sardinas sonrientes. Manolo: ¡son orcas!
Y ahora que ha surgido la polémica (politizada) -y una
supuesta campaña en RRSS- hay voces que hablan del “valor” del “famoso mural”
que no pasa de emocional o simbólico al cumplir 50 años (el 20 de julio lo
hizo) “el icono de Benidorm”.
¡Rediez! Yo no conozco otro icono de Benidorm que la Isla de
Benidorm.
Cierto es que hay una opción técnica para separar la fachada
norte del cuerpo del edificio y conservarlo a través de lo que se conoce como
proceso de estabilización de fachadas. Esto implica ganas y mucha pasta.
Se necesita sajarla del cuerpo edificado y endiñarle una
estructura auxiliar y temporal que asegure la estabilidad de la fachada norte
en cuestión.
Gracias a la estabilización intentaríamos evitar abombamientos
en el muro, y dislocaciones o deficiencias en el zunchado de las caras.
La función de esta estabilización es suspender por un tiempo
el trabajo mecánico que realizan los elementos estructurales del edificio
mediante una transferencia de esfuerzos, constituyendo un sistema de equilibrio
de fuerzas formado por los elementos de apeo y los propios del edificio apeado,
dicho en finolis.
La principal función de un estabilizador de fachadas es
sujetar sin riesgos una parte de un edificio mientras se lleva a cabo otra
acción sobre el mismo; se transfieren las cargas actuantes a zonas seguras
hasta que la intervención se dé por finalizada. Y barato no es, adelanto.
Yo, para murales de delfines –¿qué quieren que les diga?- me
quedo con el fresco de Knossos, Creta; pintura minoica[4]. O con los
delfines de Gla (Beocia, Grecia)… que ya en sí se trata ya de la recomposición
de una obra que los mismos griegos eliminaron en el Heládico tardío, entre
1.350 y 1.190 aC; ahí es nada. Y en estos dos casos -sin bucear mucho más, que
lo hago a pulmón- los delfines parecen delfines: desde su color a sus formas.
Ah, y para comprobar las formas de los delfines en Benidorm, que
de vez en cuando se asoman por la bahía, los de Mundomar.
Lo de la pared del hotel de Benidorm en cuestión, son orcas.
Y si el valor sentimental se define como el valor personal y
afectivo de algo, derivado de los recuerdos personales asociados al mismo... ya
me dirán qué recuerdos personales. Si tarifan los míos… mejor que no; ya se
pueden imaginar la respuesta.
El valor sentimental es un intangible que no puede ser
valorado por terceros; si lo aceptas, pues bueno.
Como mucho, démosles -al menos- un valor simbólico que no es
más que un concepto teórico para designar un posible valor que escapa de toda
lógica.
En este tema, yo pido trellat: razón, fundamento lógico,
claridad de juicio; trellat como reivindicación de la razón práctica. Trellat,
como conjuro ante la obsesión de sacar rédito de cualquier iniciativa. Trellat;
simplemente trellat.
[1]
Johannes Vermeer van Delft (1632-1675),
Edad de oro neerlandesa; pintura costumbrista.
[2]
Cuenta Heródoto que en la antigua Esparta era normal que cuando una mujer
superaba los nueve meses de embarazo, otras mujeres fueran a su casa para
discutir violentamente con ella. Era el momento donde las mujeres sacaban fuera
todos los trapos sucios y todos los reproches que se habían guardado durante la
gestación para evitar problemas al niño. Aunque no supieran explicarlo desde un
punto de vista médico, las discusiones acaloradas hacían que las embarazadas
rompieran aguas con mayor facilidad, lo que precipitaba un parto que de otra
forma se habría podido alargar algunas semanas. Este rito tenía además una
doble función para la ciudad. Por un lado, el hecho de que las espartanas
tuvieran estos momentos de gran sinceridad en un punto crucial de sus vidas
ayudaba a reforzar los lazos de unión dentro de la población; además, si el
bebé era un varón, los espartanos pensaban que llegar al mundo en un ambiente
de hostilidad y disputas forjaría su carácter desde el nacimiento. Por estos
motivos era normal la expresión «ir a poner a parir a alguien»
[4]
Entre 1700 a. C. y 1460 a. C. se desarrolla, en la cultura de la isla de Creta,
una manifestación artística pictórica basada en la composición, el ritmo y las
proporciones como aspectos más innovadores.
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