19 mar 2016

DEL HUEVO... Y DEL PADRE


Hoy, 19 de marzo, San José, se conmemora el “Día del Padre” y ayer, con un amigo, en la hora del vermú (¡qué antigüedad!) nos ofrecieron un huevo duro de tapa (que aceptamos al compás que un par de buenas cañas) y filosofamos sobre la frase aquella de “cuando seas padre, comerás huevos”. Y ahora voy, a medio día, y lo cuento.

¡Qué pocos huevos habrían y a qué precio estarían… cuando se inventó la frase!

Y lo de “pocos huevos” entiéndanlo en cantidad e incluso en calidad, pero no en contundente muestra de valor, por lo general, machista…

Claro, que en esta acepción de valor exceptuamos al caballo del general Espartero, muerto en 1789 (el general; que del caballo poca información hay), famoso por la alusión popular y admirativa a los huevos que exhibía, sobre el pedestal, el equino sobre el que monta en general (1886; calle Alcalá con O’Donnell, frente al Retiro) y cuyo nombre yo no he podido averiguar. Hay caballos ilustres por muy distintos motivos, y este, que tiene extendida fama por atributos, no averiguo su nombre: “Marengo”, leo, era el nombre del caballo de Napoleón (muy francés y a la moda), “Strategos” (muy griego; por eso no trago) el del púnico Aníbal, “Bucéfalo” el de Alejandro, “Babieca” el del Cid, “Torda” era el nombre de la jaca torda de mi abuelo José, “Rocinante” el del jamelgo de don Quijote… y hasta el burro de Sancho (al mamífero équido doméstico me refiero, al rucio -aunque rucio sea solo un color canoso-; que el del mamífero humano ya he señalado su nombre) tenía por idem “Rocinante”. Pues del caballo del general Espartero, Baldomero, observo que no consta el nombre (del jamelgo). 
Cuestión de huevos lo ha hecho famoso pero en genérico (como los medicamentos). Tan famoso como a don Bartolomeo Colleoni, afamado condotiero (vamos, mercenario) que lucía 3 -sí, 3- en su escudo heráldico… que le venía que ni al pelo al apellido (Colleoni… hagan ustedes mismos la derivada). Pero el bravo Colleoni los exhibía porque su estirpe venía de castradores de caballos y no en alusión a su íntima anatomía; aunque bravura y gónadas derrochó en defensa de la Serenísima República de Venecia.

El caso es que… volviendo a los huevos… me contaron en su día en la EUITA de Orihuela, donde seguí mi aventura universitaria, que la avicultura debió comenzar 8.000 años atrás (entonces y ahora, que por casi 40 años más nada va a cambiar) cuando en zonas selváticas del sudeste asiático comenzaron a domesticar las gallinas de la jungla, muy útiles por sus huevos (en sentido alimenticio y reproductivo) y su carne. El caso es que con el tiempo -y algún regalo caravanero- las gallinas invadieron la Magna Grecia antes que Alejandro Magno llegara en su marcha imperial hasta la India; es que, dicen los expertos, de allí, de la India, nos llegaron.

En Egipto eran muy apreciadas, pero los egipcios preferían los huevos de pato y oca que eran también aves, pero más dados a anidar, por lo natural, en las riberas del Nilo (cuenta una estela en tiempos de Tutmosis III unos mil quinientos años antes de Cristo). A la vieja piel de toro parece que llegaron, parece -insisto-, en torno al siglo VII aC pues hay referencias a ellas en la colonia fenicia de Malaca (Málaga).

Cosa de fenicios, de punos púnicos (de Poenici vendrá Punici). Sea como fuere en la puls púnica -el plato estrella (michelín) de la época en todo el Mediterráneo- el huevo está presente desde el IX aC en aquella papilla que se hacía con harina, miel, queso fresco, huevo y agua… y que era el alimento principal de aquellos tiempos.

Los etruscos fueron muy dados a criar gallinas (por huevos: cantidad y calidad) y como estaban en la bota itálica y luego Roma se enseñoreó del lugar hay quien se quejó de que el romano era un imperio de gallinas (por huevos: cantidad y calidad) donde cuidaban mucho los “rebaños celestes”; y muy apreciadas que eran en los ritos religiosos romanos. Pero parece que con la oscuridad de la Edad Media los huevos pasaron a ser casi artículo de lujo.

La historia de la gallina es larga; pero no tanto como la del huevo… que tiene hasta un Día Mundial del Huevo (10 de octubre). Esto nos lleva a replantear, nuevamente (es muy socorrido para debates similares al del sexo de los ángeles) el dilema: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? El profesor John Brookfield, especialista en genética de la Universidad de Nottingham, se inclina por el huevo (sin precisarnos quién lo puso). Por esto digo que la historia del huevo es un pelín más larga que la de la gallina: la del tiempo en nacer. Y es que también por el huevo se inclina el profesor de Filosofía de la Ciencia del King’s College londinense, David Papineau: “el primer pollo salió de un huevo”. Y es rotundo: “es un error pensar que el primer huevo de gallina fue un mutante producido por padres de otras especies”. Falta la opinión del pollero, pero no he encontrado contundencia científica, y sí más de un exabrupto, en las consultadas. Y ante las evidencias científicas, yo me inclino por el huevo.

Por cierto, Lucio Junio Moderato Columela, en Los 12 Libros de Agricultura, nos cuenta lo de las gallinas y los huevos (Libro 8; De las crías que se hacen en la casería, capítulo II y sucesivos). Advierte Columela que “no conviene comprar aves si no son ponedoras”; cosa de huevos, oiga. Es que entonces todo era una cuestión de huevos (cantidad y calidad). Incluso fue más allá Columela: “los bastardos de todas especies procedentes de gallinas del país y de gallos extranjeros son muy buenos pollos porque tienen la hermosura de los padres y el aliento y la fecundidad de las madres”, recomendando la función ponedora. Los huevos eran importantes tanto para la continuidad de la especie como para el consumo y Columela se deshace en consejos alimenticios y recomendaciones al pollero para que consiga más (huevos) y hasta que traslade los más frescos a las lluecas (para perpetuar la especie) y disponga el resto para el consumo humano. Eso sí, ya entonces recomienda encarecidamente anotar las fecha de la puesta siempre y atender a un calendario tanto para la incubación como la crianza de los pollos y hasta para su consumo.

También recomienda medidas higiénicas en el gallinero, para la conservación, la manipulación y el consumo. Asegura que los huevos más puntiagudos darán machos y los más redondos, hembras, aunque ambos son de consumo ideal. Recomienda hojas de laurel debajo de cama de paja -y cabezas de ajo pinchadas con clavos de olor en las inmediaciones- para mejorar el sabor del huevo e incluso favorecer la incubación. Los huevos, insistía, se debían conservar entre paja y sal; incluso entre salvado y habas (enteras y molidas). Pero en salmuera, sentencia, se conservaban con total integridad. El capítulo VI no dice nada más.

Del huevo escribieron destacados romanos: Gayo Plinio Segundo (¿quién con mejor información sobre gallinas y huevos habida cuenta de su nombre?) que ha pasado a la historia como Plinio el Viejo (Naturalis Historia), Cayo Fanio, Cornelio Celso o Casiano Baso por no cerrar la lista en el algún momento.

Los romanos eran muy dados a tomarlos de aperitivo, cocidos y en salmuera. Como nosotros, Carlangas y yo, ayer mismo. Somos padres, y ayer -al menos- comimos huevos.







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