Hoy, 19 de marzo, San
José, se conmemora el “Día del Padre” y ayer, con un amigo,
en la hora del vermú (¡qué antigüedad!) nos ofrecieron un huevo duro de tapa
(que aceptamos al compás que un par de buenas cañas) y filosofamos sobre la
frase aquella de “cuando seas padre, comerás huevos”. Y ahora voy, a medio día, y
lo cuento.
¡Qué pocos huevos habrían y a qué precio estarían… cuando se
inventó la frase!
Y lo de “pocos huevos”
entiéndanlo en cantidad e incluso en calidad, pero no en contundente muestra de
valor, por lo general, machista…
Claro, que en esta acepción de valor exceptuamos al caballo
del general Espartero, muerto en
1789 (el general; que del caballo poca información hay), famoso por la alusión popular
y admirativa a los huevos que
exhibía, sobre el pedestal, el equino sobre el que monta en general (1886;
calle Alcalá con O’Donnell, frente al Retiro) y cuyo nombre yo no he podido
averiguar. Hay caballos ilustres por muy distintos motivos, y este, que tiene
extendida fama por atributos, no averiguo su nombre: “Marengo”, leo, era el nombre del caballo de Napoleón (muy francés y
a la moda), “Strategos” (muy griego;
por eso no trago) el del púnico Aníbal, “Bucéfalo”
el de Alejandro, “Babieca” el del
Cid, “Torda” era el nombre de la jaca
torda de mi abuelo José, “Rocinante”
el del jamelgo de don Quijote… y hasta el burro de Sancho (al mamífero équido
doméstico me refiero, al rucio -aunque rucio
sea solo un color canoso-; que el del mamífero humano ya he señalado su nombre)
tenía por idem “Rocinante”. Pues del
caballo del general Espartero, Baldomero, observo que no consta el nombre (del
jamelgo).
Cuestión de huevos lo ha hecho famoso pero en genérico (como los
medicamentos). Tan famoso como a don Bartolomeo
Colleoni, afamado condotiero (vamos, mercenario) que lucía 3 -sí, 3- en su
escudo heráldico… que le venía que ni al pelo al apellido (Colleoni… hagan
ustedes mismos la derivada). Pero el bravo Colleoni los exhibía porque su
estirpe venía de castradores de caballos y no en alusión a su íntima anatomía;
aunque bravura y gónadas derrochó en defensa de la Serenísima República de
Venecia.
El caso es que… volviendo a los huevos… me contaron en su
día en la EUITA de Orihuela, donde seguí mi aventura universitaria, que la
avicultura debió comenzar 8.000 años atrás (entonces y ahora, que por casi 40
años más nada va a cambiar) cuando en zonas selváticas del sudeste asiático
comenzaron a domesticar las gallinas de la jungla, muy útiles
por sus huevos (en sentido alimenticio y reproductivo) y su carne. El caso es
que con el tiempo -y algún regalo caravanero- las gallinas invadieron la Magna
Grecia antes que Alejandro Magno llegara en su marcha imperial hasta la India;
es que, dicen los expertos, de allí, de la India, nos llegaron.
En Egipto eran muy apreciadas, pero los egipcios preferían
los huevos de pato y oca que eran también aves, pero más dados a anidar, por lo
natural, en las riberas del Nilo (cuenta una estela en tiempos de Tutmosis III
unos mil quinientos años antes de Cristo). A la vieja piel de toro parece que
llegaron, parece -insisto-, en torno al siglo VII aC pues hay referencias a
ellas en la colonia fenicia de Malaca (Málaga).
Cosa de fenicios, de punos púnicos (de Poenici vendrá Punici). Sea
como fuere en la puls púnica -el plato estrella (michelín) de la época en todo
el Mediterráneo- el huevo está presente desde el IX aC en aquella papilla que
se hacía con harina, miel, queso fresco, huevo
y agua… y que era el alimento principal de aquellos tiempos.
Los etruscos fueron muy dados a criar gallinas (por huevos:
cantidad y calidad) y como estaban en la bota itálica y luego Roma se enseñoreó
del lugar hay quien se quejó de que el romano era un imperio de gallinas (por
huevos: cantidad y calidad) donde cuidaban mucho los “rebaños celestes”; y muy
apreciadas que eran en los ritos religiosos romanos. Pero parece que con la
oscuridad de la Edad Media los huevos pasaron a ser casi artículo de lujo.
La historia de la gallina es larga; pero no tanto como la
del huevo… que tiene hasta un Día Mundial del Huevo (10 de
octubre). Esto nos lleva a replantear, nuevamente (es muy socorrido para
debates similares al del sexo de los ángeles) el dilema: ¿qué fue antes, el huevo o la
gallina? El profesor John
Brookfield, especialista en genética de la Universidad de Nottingham, se
inclina por el huevo (sin
precisarnos quién lo puso). Por esto digo que la historia del huevo es un pelín
más larga que la de la gallina: la del tiempo en nacer. Y es que también por el
huevo se inclina el profesor de Filosofía de la Ciencia del King’s College
londinense, David Papineau: “el
primer pollo salió de un huevo”. Y es rotundo: “es un error pensar que el primer
huevo de gallina fue un mutante producido por padres de otras especies”.
Falta la opinión del pollero, pero no he encontrado contundencia científica, y
sí más de un exabrupto, en las consultadas. Y ante las evidencias científicas,
yo me inclino por el huevo.
Por cierto, Lucio Junio Moderato Columela, en Los 12 Libros de Agricultura, nos
cuenta lo de las gallinas y los huevos (Libro 8; De las crías que se hacen en la casería, capítulo II y sucesivos). Advierte
Columela que “no conviene comprar aves si no son ponedoras”; cosa de huevos,
oiga. Es que entonces todo era una cuestión de huevos (cantidad y calidad).
Incluso fue más allá Columela: “los
bastardos de todas especies procedentes de gallinas del país y de gallos
extranjeros son muy buenos pollos porque tienen la hermosura de los padres y el
aliento y la fecundidad de las madres”, recomendando la función ponedora.
Los huevos eran importantes tanto para la continuidad de la especie como para
el consumo y Columela se deshace en consejos alimenticios y recomendaciones al
pollero para que consiga más (huevos) y hasta que traslade los más frescos a
las lluecas (para perpetuar la especie) y disponga el resto para el consumo
humano. Eso sí, ya entonces recomienda encarecidamente anotar las fecha de la
puesta siempre y atender a un calendario tanto para la incubación como la
crianza de los pollos y hasta para su consumo.
También recomienda medidas higiénicas en el gallinero, para
la conservación, la manipulación y el consumo. Asegura que los huevos más
puntiagudos darán machos y los más redondos, hembras, aunque ambos son de
consumo ideal. Recomienda hojas de laurel debajo de cama de paja -y cabezas de
ajo pinchadas con clavos de olor en las inmediaciones- para mejorar el sabor
del huevo e incluso favorecer la incubación. Los huevos, insistía, se debían conservar
entre paja y sal; incluso entre salvado y habas (enteras y molidas). Pero en
salmuera, sentencia, se conservaban con total integridad. El capítulo VI no
dice nada más.
Del huevo escribieron destacados romanos: Gayo Plinio Segundo (¿quién con mejor
información sobre gallinas y huevos habida cuenta de su nombre?) que ha pasado
a la historia como Plinio el Viejo (Naturalis Historia), Cayo Fanio, Cornelio Celso o Casiano
Baso por no cerrar la lista en el algún momento.
Los romanos eran muy dados a tomarlos de aperitivo, cocidos
y en salmuera. Como nosotros, Carlangas y yo, ayer mismo. Somos padres, y ayer
-al menos- comimos huevos.
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