Estamos en las fechas más especiales del vino espumoso conseguido por el método
Champenoise, un invento -dicen, y dicen mal- del dominico Pierre Perignon: la fermentación en dos
fases. La causa: la indigencia en azúcares naturales de la uva en la
Champaña-Ardenas, una región más proclive a la cerveza que al vino. Algo de
azúcar y levadura se le añade en el licor para la segunda fermentación con la que
se consigue una buena dosis de carbónico… pero hasta que Louis Pasteur no avanza en sus estudios (a partir de 1864) no se
consigue controlar esa segunda fermentación y no podemos hablar del champagne o
del cava, etc.
Hoy hemos “hablado” de esto, hasta casi perder las amistades,
en la tradicional reunión de amigos por Navidad al compás de un Blanc de Blancs de Ruinart. Yo he sacado
a pasear estos vinos saltarines, inquietos, hormigueantes, burbujeantes,
tintineantes y hasta “del Diablo”… previos al cava y al champagne. Pero ya
estaba muy cargada la cosa.
A las manos casi con lo del Cava… y que si catalán,
extremeños, riojano, valenciano andaluz… El cava es una de las pocas
denominaciones de origen (DO) que en España no están ligadas a un territorio en
concreto. Aunque históricamente la producción del vino espumoso se ha centrado
en las comarcas catalanas del entorno de Sant Sadurní d'Anoia (Barcelona),
desde los años ochenta del siglo XX resulta que 24 municipios fuera de la
región tradicional pueden producir y embotellar “cava”. Así hemos alcanzado una
producción récord de 300 millones de kilos de uva la última campaña capaces
para 245 millones de botellas, de las que se han exportado 160 millones (35
millones fuera de la UE).
Esto es lo “moderno”. Pero desde la más remota antigüedad el
carbónico y las burbujitas han estado presentes, no como ahora, en algunos de
los vinos que por aquí producían. Yo reivindico que “el origen de los espumosos”
está en estas latitudes del Mediterráneo y no en Francia.
Hay alusiones muy antiguas a los vinos con burbujas. Homero (s. VIII aC) me sitúa muy al
Este el origen. Cita el “vino burbujeante” en la Iliada
(Guerra de Troya) y dice que persas y egipcios ya los conocían; que los
fenicios los llevaron por toda la Magna Grecia y que los extendieron por todo
el Mediterráneo. Hipócrates y Teofrasto los consideraban un remedio divino; no eran habituales.
La, digamos, variante patria del vino burbujeante -de
persas y egipcios- en estas riberas occidentales del Mediterráneo la cita Publio Virgilio Marón (79-19 aC), el
poeta Virgilio, al reseñar los “vinos inquietos”; Plinio el Viejo (23-79; siglo I) invoca
el “vinum
titilians” -atención- llegado de Hispania. Y su coetáneo Marco Anneo Lucano (39-65) en su poema
épico Farsalia exalta las virtudes de
los vinos que se han traducido como “vinos tintineantes”.
Los hay (y son legión) que insisten en que la producción de
estos vinos (inquietos, saltarines, tintineantes) se radicó en tiempo de la
Roma imperial en Durocortorum
(Reims, Francia) donde se elaboraba un “vino de primavera” que hacía saltar
los tapones.
Y quiere la cosa que aquella tradición del “vino
de primavera” terminó refugiándose en abadías y monasterios cuando cayó
el Imperio. Y a aquel vino “inquieto”, con el tiempo, también se le llamó “saltatapones”.
Los tapones de entonces eran tacos de madera envueltos en cuero y telas
enceradas, amarrados con alambre. Y como también, con inaudita frecuencia,
rompían los frágiles vidrios de aquellas botellas, se les llamó “vino
del Diablo”… y ¿qué mejor enemigo de cenobios cristianos que el Diablo
al que echarle la culpa de la merma de la ganancia? Los monjes de la Regla de
San Benito producían vino y lo vendían como medio de financiación. Botella
rota, botella que no se vendía.
La historia “oficial” del champagne arranca en la Abadía de Saint Vannes, en Verdún, donde
el joven dominico Pierre Perignon consiguió
adquirir tantos conocimientos del arte del vino que le trasladaron a la Abadía de Hautvillers, cerca de Éparnay,
como administrador de la bodega (1668). Y allí dicen que el 4 de agosto de
1693, en plena faena, se obró el prodigio: de repente saltó un tapón a su lado
y el dominico bebió… ¡“estrellas”!
Dedicó su vida a conseguir emular aquél vino. Perdió la vista, pero dictó sus
logros. Fueron 46 años de magisterio enológico y en los dieciocho últimos,
cuando “descubrió” el secreto, marcó con severidad unas normas desde la
vendimia al pupitre.
El vino “burbujeante”
de la Abadía de Hautvillers cobró fama. El secreto primigenio fue emplear sólo
una variedad de uva y unas elementales normas de higiene; en otras abadías se
mezclaban uvas y no se prodigaban en cuidados. Al poco de morir el dominico
Perignon, el canónigo Jean Godinot
dio a conocer las normas. “El vino del
monje” encontró un aliado en Luis XIV, pero sus consejeros le desaconsejaron
el vino de la Champaña y que siguiera con el de la Borgoña. El vino era
considerado un antibiótico natural… y tanto Perignon como los vinateros
borgoñones utilizaban la “pinot noire”.
Así es que…
Antes que nada, me apresto a decir que esto que les he
narrado fue en el XVII… pero en estas tierras surestinas, ya en el XIV, el
franciscano Francesc Eiximenis cita
los “vinos
hormigueantes” (1340) y fray Anselm
Turmeda escribe sobre los “vinos saltarines” (1352)... antes que
Perignon dictara sus nomrmas
Auténticas botellas de vidrio Digby (S. XVII) |
Perignon no inventó esto; ni siquiera el monje benedictino Jean Oudart (1654-1742), coetáneo de
Perignon y encargado de la bodega de la prestigiosa Abadía de Saint Pierre aux Monts, en Chalons, (de la que habían
sido abades tanto Richileu como Mazarino), puede apuntarse el tanto a pesar de
que a él le corresponde el mérito de haber sabido elegir el tapón de corcho. Hacia
el año 1720 recibió Oudart confirmación de que en la benedictina Abadía de Sant Feliu de Guixols se
utilizaba corcho para tapar sus “vinos
saltarines” y decidió utilizarlo. Otro éxito de Oudart fue utilizar las
botellas de cristal diseñadas por Sir Kenelm
Digby (1640), cilíndrica con fondo cónico, que hace que no estallaran los
frágiles vidrios de la época. Y el mayor de sus éxitos fue el de añadir el licor de tiraje (la mezcla de
vino añejo, azúcar y levadura) para la segunda
fermentación -que es la “buena”- y que todo parece indicar que Perignon no
conoció. Pero ni Perignon ni Oudart la controlaron.
Y a lo que íbamos: cuando estalló la Revolución Francesa
(1789) un fraile compañero de convento en Hautvillers, Thierry Ruinart, decidió mantener viva la pureza del trabajo de
Perignon y con los adelantos de Oudart consiguió que su sobrino Nicolás Ruinart mantuviera viva la
“auténtica” tradición de Perignon y Oudart. La bodega de los Ruinart se había
fundado en 1729 -hoy es la más antigua de Francia- y no levantaba cabeza, pero desde
1791 comenzó una exitosa andadura…
Pero ni aún así tenemos esta historia con “inventor”. Será a
partir de 1864, tras la presentación las investigaciones de Louis Pasteur en La Sorbona, cuando estos
vinos comiencen a ser uniformes y característicos… con la que Pasteur puede
pasar por ser el padre del cava… y de la cerveza… y de… y de todo proceso de
fermentación controlada.
Hay buen cava en media España (y muy mal cava también; como
en Francia, Italia, Inglaterra, EEUUU y el resto de países que consiguen dominar
el carbónico).
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