Un científico “pirao”,
que hoy hubiera sido despreciado, fue el que en abril de 1896 comenzó todo este proceso del CC, culpando al CO2 del
entuerto. Y señalo lo de “despreciado” porque el sueco en cuestión era un firme
defensor de la eugenesia; hoy le
hubiéramos considerado todo un “nazi”.
Me refiero a Svante
Arrhenius.
El sueco era un superdotado para la ciencia y la tecnología,
y su filosofía de vida le llevó a liderar el proceso que permitió fundar el Instituto Estatal de Biología Racial (1922;
Upsala, Suecia) que buscaba crear personas más sanas, fuertes e inteligentes. ¿Qué
les parece?
Un primo de Darwin (“El origen de las especies”), sir Francis Galton, lanzó la idea eugenésica por el mundo, y bien
pronto encontró seguidores en Gran Bretaña (Winston Churchill; sí, sí, el mismísimo Churchill), Irlanda (George Bernard Shaw, oscarizado Nobel
de Literatura), Estados Unidos (Alexander
Graham Bell, teléfono por medio), España (Misael Bañuelos, ginecólogo vallisoletano, o el primer catedrático
de psiquiatría que tuvo España, Antonio
Vallejo-Nájera Lobón) o en Alemania (Ernst
Rüdin… y los nazis, especialmente Hans
F. K. Günther)… y hasta bien entrados los 70, la eugenesia campó por muchos
lugares de la Tierra. Bien, pues Arrhenius estaba por esterilizar a
determinados ciudadanos y ciudadanas en Suecia, incluso a determinadas etnias
en otros rincones del planeta.
Arrhenius era un superdotado y tocó varias teclas del piano
del saber. Una de ellas fue la química donde sintetizó algunos productos que
consideraba básicos para esa función de selección de la raza.
Y el caso es que Arrhenius estaba más feliz con otro
descubrimiento que había hecho: “el aumento del CO2 en la atmósfera hace
subir la temperatura del planeta y eso retrasaría la edad de hielo que en 1896
se veía como cantada”.
Pero antes del eco mundial de su “descubrimiento” Arrhenius
estaba triste y desolado; en la Navidad de 1894 su ayudante y esposa, Sophia Rudbeck, se había hartado de lo
tedioso de sus investigaciones con el CO2 y había puesto nieve por medio. Y
comenzó en aquella Nochebuena de 1894,
contó, a perfilar el documento que vería la luz en abril de 1896.
En realidad no había descubierto nada nuevo. Setenta años
antes, en 1824 el francés Joseph Fourier, al descubrir el “efecto
invernadero” (los gases de la atmósfera atrapan calor y hacen posible
la vida en el planeta al aumentar la temperatura), le habría indicado el camino
que luego le iluminaría el irlandés John
Tyndall que se atrevió en 1861
en echar, tímidamente, la culpa al CO2…
y al vapor de agua, que nadie reparaba
en su cachito (cachote ahora, y tampoco reparan muchos) de responsabilidad.
Sophia Rudbeck, la alumna aventajada que inspiró sus primeras investigaciones serias y primera esposa, abandonó a Svante Arrhenius por su
insistencia en descubrir algo que ya se sabía (lo del CO2 y la temperatura,
aunque no es tan cierto como se creyó entonces) y porque el sueco se pasaba
horas y horas en su gabinete haciendo números (para averiguar cuánto subiría el
mercurio) e ilusionado porque el calor, como dije, retrasaría un época muy fría
que todos predecían. Y eso que tampoco tuvo que buscarse los datos: trabajó con
los de su colega Arvid Högbon… y se
equivocó gravemente en los cálculos.
La conclusión final fue que “si la cantidad de ácido carbónico
[H2CO3] aumenta en progresión geométrica, la temperatura aumentará en
progresión aritmética”, lo que en aquellos días finales del XIX se
consideraba sumamente positivo.
Lo que sí es suyo es el razonamiento vertido en el artículo
de 1896 donde dice todo esto (“Sobre
la influencia del ácido carbónico del aire sobre la temperatura de la tierra”
(Serie V, Volumen 41; páginas 237 a 276. Abril, 1896) y, muy especialmente, su
publicación de 1908 en la que
sugiere dos aspectos fundamentales: el que “la emisión humana (industrial)
de
CO2 sería lo suficientemente fuerte como para evitar que el mundo entre en una
nueva era de hielo” y, sobre todo, que “sería necesaria un planeta Tierra
más caliente para alimentar a la creciente población del planeta”.
Arrhenius creía firmemente que un clima más cálido era mejor para el planeta. Todo esto lo cuenta en “Worlds in the making: the
evolution of the Universe” (Ed. Harper, 1908).
Recibió el Premio Nobel de Química en 1903 por la teoría
electrolítica de la disociación (por lo general, reversible).
Y a pesar del tiempo transcurrido y de las evidencias
acumuladas, aún le echan la culpa del cha-cha-cha
del CC al CO2; y se me olvidan el taimado vapor de agua. Chachis la.
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