Tiempo sin escribir; me hacía falta un detonante. Me duele
Manchester.
Cuando veía reacciones ante sucesos luctuosos de gentes de
todo el mundo que se sentían de París, de Niza, de Bruselas o de Londres, como
un día lo fueron de Nueva York o Madrid, yo me preguntaba por la razón de
aquello sin obtener más respuesta que esa que siempre esgrimo: la condición
humana, que es capaz de todo, de lo malo y de lo mejor.
Desde el atentado, yo me siento mancunian. Ajeno a todo iba a salir a trotar cuando oí por la radio
el estruendo del número de víctimas y la herida en el corazón de Manchester. I’m
mancunian.
La de horas quye pasa este tío en Market Street… Impertérrito, como la ciudad |
Ahora lo entendía. Yo he sido durante dos años, por
escapaditas de fin de semana y puentes, por Navidades y Semana Santa, por unas
semanas de verano, un mancunian más.
Y sólo al final, desde aquella quinta planta del edificio blanco de la
Universidad de Salford que se asoma al gran meando del Irwell, decidí que ya
estaba bien, que había que aprender inglés… y en ello estoy… y no tan bien como
quisiera, que el hablarlo me impone y el escucharlo me descoloca.
Al principio, lo
reconozco, Manchester resulta un poco áspera -incluso fea- pero como te metas
en poco en la piel de la ciudad, ya se te hace agradable ese continuo contraste
entre el Manchester de Revolución Industrial y el de hoy, moderno y
vanguardista. Siempre está en obras; siempre a mejor.
Comencé mi periplo en Fallowfield, en la zona de
estudiantes: Filey Road y sus interminables hileras de casitas bajas. Mucho
autobús, desde Wilmslow Road, aunque un día me lo hice andando -y es un tirón-
y la “milla del curry” deja sentir sus efluvios. Sin problemas ni para comprar,
ni en el pub: cuatro nociones elementales te salvan la vida. Los mancunian colaboran.
En un autobús y con dos maletas me hice el traslado en
cuatro viajes. Al poco ya estaba en Princess Street, en el 30, junto al Ayuntamiento,
frente a Faulkner Street que te hace cruzar el arco del barrio chino y a diez
metros de la Art Gallery que se dejaba ver, más en invierno -por el frío- que
en verano. Sólo un esbozo de calle me separaba del Arora, un hotel frecuentado
por tripulaciones aéreas. Una docena de pubs y restaurantes, dos supermercados
y acceso a todas las líneas posibles de bus y tranvía. Y a cinco minutos a pie de
Picadilly Gardens, del Manchester Arndale y de Printwords y la catedral. Y del
Museo del Fútbol, por el que nunca sentí el más mínimo interés, pero que es un
hito y lo cito.
Para mí el hito es el puente hiperbolide que cruza
Corporation St., desde Selfridges & Co a otra de estas monumentales
tiendas. En Benidorm tengo otro hiperboloide y… ya lo he contado en varios
post. Me gusta; lo adoro.
Yo era más de coger Deansgate “punta adelante” hasta Castlefield y los docks de los viejos canales,
hoy casi un parque de agua. Tenía mis hitos por el camino: The Botanics, por
ambiente; John Rylands Library, porque me atrae esa mezcla de gótico y piedra oscura
que encierra maravillas; la parte nueva de la arquitectura de cristal y los
grandes edificios de oficinas que encierran sorpresas (como The Oast House); y
tras dejar el Instituto Cervantes a la derecha, alcanzar por Liverpool Road las
viejas huellas de la Mamucium romana de Julius Agricola y la mágica estructura
del MOSI: primero al pabellón de la aviación, para luego penetrar en las
entrañas de la Revolución Industrial, el ferrocarril, la máquina de vapor, el
primer gas y hasta en las alcantarillas. Es el mejor museo que he visto nunca. Lo
he pasado como un niño también en la Biblioteca central -el caso es que leer
inglés, leo; el problema es hablarlo- y sus exposiciones.
Y cuando iba hacia Picadilly Gardens paraba en The Portico -buena
Stout- y en The Alchemist –nivel, Maribel-, y en bus hasta Trafford, un tirón. Me
encantaba pasear por MediaCity UK Studios y una vez al Trafford Center; ¡Uf!
Tampoco soy de ir a los estadios de fútbol y allí no estaba uno para tener el
corazón partío entre reds y blues.
Más de una vez me fui hasta Sackville Gardens y el Alan
Turing Memorial después de haber contemplado aquella máquina que acabó con los
nazis. Allí, ante the bacon of hope
he contemplado la calle canal y entendido muchas cosas. Cada mañana pasaba por
el cenotafio que recuerda los caídos en la IGM; amapolas, siempre rojas amapolas
con crespón negro. Manchester recuerda.
Y yo recuerdo de Manchester que un Wetherspoon nunca falla y
que los martes son el mejor día para las 14oz
Aberdeen Angus rump steak -eso no se olvida- y que siempre hay una cerveza -o
una sidra- interesante; que los viejos pubs de Kennedy Street me parecían más
tradicionales y típicos; que Marbre Arch colmó todas mis ansias y la Feria de
la Cerveza fue inolvidable; y que no hacía falta irse tan lejos porque frente al
Ayuntamiento, en Dutton, tenían una Manchester Pale Ale muy potable; y en “la
lechuga y la oruga” (que es muy raro de decir en inglés) había clase. Que Crown
& Anchor es mejor que los que salen en los folletos y están al lado. Que me
gustaba comer en Miller & Carter; había un camarero andaluz que era la
monda (y así no había forma de aprender inglés). Y un poco más adelante, en las
galerías del Royal Exchange Teather, visitar una tienda de whiskys y cigarros fuera
de serie; de ahí me traje el último Penderyn.
Y que allí la noche era pura Panacea (Panasía, en su
hablar).
Que soy muy mancunian
y que ando dolido por una afrenta a una ciudad que si bien no impresiona, vale
mucho. Asido al báculo de la esperanza, ¡Va por ustedes mancunianos!
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