El castaño, el árbol (Castanea
sativa), según pruebas estratigráficas e investigaciones sobre pólenes
ancestrales, puede datarse en el Paleolítico; pero de las castañas no tenemos
referencias hasta que los griegos nos hablan de la nuez sardania. Seguro que
el hombre paleolítico ya se alimentó de castañas, pero la DO (Denominación de
Origen), o en su defecto una IGP (Indicación Geográfica Protegida), la sitúan
los del CSI de esta película en la antigua ciudad de Sardes, capital del reino de Lidia, en la Anatolia turca.
Y desde aquél reino, en cuyas costas mediterráneas estaba -y
está, aunque en ruinas- la Troya a la que Paris llevó a Helena de Esparta,
seducida o raptada, llegó in illo tempore
la nuez sardiana a estos confines
del mundo que conforman la vieja piel de toro.
Estas castañas mías -porque de prepararme unas castañas sale
este post- llegaron desde más cerca y en avión; desde Santiago de Compostela
que me las traje yo, harto ya de estar harto de que te vendan unas que no saben
a nada y a saber de qué siglo serán. Estas están de narices; me estoy haciendo
un magosto que no veas.
Escribo de la castaña, del fruto del castaño; en realidad de
ese par de aquenios que comemos, al quitarles la cáscara y el tegumento, y que
son de verdad la castaña. Sepan que el árbol produce unas cápsulas subglobosas
y espinosas, llamadas zurrón o erizo (por sus duros pelillos), que
encierra de un par de estos aquenios -tres, rara vez- que hoy son objeto de mi
encendido elogio.
Jenofonte,
discípulo de Sócrates, se me adelantó para hablar de ellas -¡vaya por Dios!-. en su Anábasis (digamos que entre pitos y flautas, en torno al 371 aC) las cita
al contar el regreso de los mercenarios griegos que acompañaron a Ciro el
Joven (aspirante al trono), desde la castañera Sardes, en su trote
guerrero -la Anábasis es “la retirada de
los 10.000”- contra su hermano Atajerjes
II (rey de Persia). Sí, Jenofonte habla ya de la castaña y dice que los soldados del joven Ciro hervían y cocían
como pan aquellas nueces lisas que tanto se daban en los campos de sardes. Y se
preocupaba el ateniense porque era comer castañas y buscar hembra aquellos
soldados.
El caso es que los griegos -y no precisamente por lo que
acabo de referirles- fiaron mucho del castaño (por la castaña) y lo llevaron
consigo a todas partes.
El gaditano Columela
-Lucius Junius Moderatus-, tribuno en Siria, al dejar el Ejército se encargó de
explicarnos la práctica de su cultivo en su De re rústica (42 dC) -¿o
fue en De arborius?- pero me sorprende, con lo que ahora sé, que no se
entretuvo nada a hablarnos de la castaña. Y eso que era el sustento de muchos.
Bueno, el gastrónomo Marco Gavio Apicio,
coetáneo de Columela, sí nos brindó la receta de las lentejas con castañas y
algunas otras más de refinado arte culinario en contraste con la tradición que
las asaba, hervía o molía.
Galeno de Pérgamo,
el célebre griego que dio nombre a los médicos, desde el siglo II tenía bien
definida a la castaña –“le da al cuerpo
más nutrientes que ninguna otra fruta salvaje”-, aunque advertía de las
consecuencias de su consumo: “engendran
ventosidades, hinchan y dan estreñimiento y provocan al apetito venéreo”… que era la forma
de decir entonces que animaban al ayuntamiento y al fornicio que dije que citaba
Jenofonte un par de párrafos atrás… toda vez que por entonces no se había
descubierto la pastillita azul. Ni falta que hacía.
Conforme pasaba el tiempo se sabía más de la castaña y así Quinto Gargilio Marcial, ya en el siglo
III, nos advertía de sus bondades siempre que no se consumieran verdes; lo
mejor, hervidas y asadas. Y elogiaba la harina de castañas que buenas gachas que
hacía.
Mucho se ha hablado de que en el mundo antiguo había dos
formas de alimentación: la greco-romana y la bárbara. Trigo, cebada y centeno,
vid y olivo, horticultura y pesca junto con ganadería ovina y caprina para los
clásicos que derivaban en pan, gachas, vino, aceite, verduras, frutas, queso,
carne y pescado, por un lado, dejando a
los bárbaros seminómadas los recursos de caza y pesca, frutas silvestres y
ganadería de bosque (porcina, vacuna y equina), teniendo por cereales la avena
y la cebada para abundancia de cervezas y hasta sidra. Y todos se olvidan de
citar a la castaña y era lo común a
todos, aunque los mediterráneos las unían a higos y granadas.
Y la verdad es que a la castaña se le han rendido pocos
honores; se habrá hablado en alimentación antigua todo lo que se quiera, pero
la castaña fue, desde tiempos de los
romanos a la irrupción de la patata en todo su esplendor (mediados del XVIII),
la que quitó el hambre en el suelo patrio: castañas, crudas, cocidas, asadas,
molidas. Alimento de supervivencia. Al patrio y al europeo, Eurasia de mis
amores.
Ah, resulta que más
que la expansión de la patata, el maíz y las habas, fue “la tinta” -podredumbre radicular producida por hongo Ficomiceto Oomical- la que acabó con la
mayor parte de los castaños españoles. Digo la mayor parte, porque algunos
quedaron, como el castaño de Pumbariños que pasa por ser el más viejo de Galicia.
El matusalén gallego tiene más mil años y está en el souto de Rozavales, en
Manzaneda (Ourense), que me dijeron en el Mercado y anoté con gusto.
Y vuelvo la vista atrás. El Libro de Agricultura de Abu Zacaria Iahia (alias del sevillano
Aben Mohamed Ben Ahmed Ebn El Awam) se recrea en las referencias a la castaña
(y al castaño) a caballo entre los siglos XII y XIII, mientras el agrónomo andalusí
Abén Hajáb lo identifica plenamente
con sus variedades de por sus tierras de origen y la dulzura de los tipos de
castañas.
En fin; que incluso en aquellos días del Renacimiento era
tal la dependencia de la castaña que el Tratado
de Agricultura General el bien ilustrado Gabriel Alonso de Herrera (1513)
explica a las claras los pormenores de la siembra y los cuidados culturales del
castaño para que produzca generosa cosecha de castañas. Y además, se adentra en
la farmacopea que sigue a la castaña y todo el conjunto, que no es materia de
este Post.
En fin, que aquí llegados -y me he quedado en el siglo XVI-
la castaña merece mejor prensa, que la tendrían si no nos timaran tanto con
ellas por aquí. Porque estas de por allí están de película.
Y el caso es que desde la Serranía de Ronda al Montseny
catalán, desde la galaica Serra do Courel al Bierzo leonés; desde El Tiemblo
abulense al asturiano Bosque de Moal, desde El Temblar extremeño al Señorío de
Bértiz en Navarra hay en España castaña.
¿Y por qué siempre me tocaban a mí las malas?
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