Nada, que dicen -cuentan y explican- que estamos en Carnaval
y me sacan a relucir que si la fuerza de la fiesta popular y que si la
prohibición franquista y que menos mal que se murió el dictador y la gente pudo
volver a celebrar el Carnaval…
Y no salgo de mi asombro.
Carnaval de estos de ahora a modo de desfile por “sambódromo” local al ritmo de batucada
brasileira sí es verdad que no recuerdan los cronicones (ni las hemerotecas) ni
en los años sesenta, ni setenta. Pero es que antes no se celebraban así.
Leo por aquí una protesta de Juventud Comunista de Cataluña
porque aún en 1978 (muerto Franco en 1975, ¿seguía la prohibición?) la ciudad
de Barcelona aún prohíbe “las muestras en
la calle” del regocijo popular (El País; 05.02.1978) temiendo “un aumento del riesgo contra personas y
bienes”, mientras Vila Nova i la Geltrú, como los galos del poblado de
Asterix (“la aldea irreductible”), mantuvo su Carnaval entonces y mucho antes…
o al menos presumen de ello.
Sí, el carnaval nos llegó (a la Monarquía hispánica, pues lo
embarcamos para América al mismo tiempo) en el XVI; y llegó para quedarse. Las
clases más desfavorecidas encontraron en él la ocasión para poder criticar el
poder y las costumbres que les oprimían, incomodando a la clase dominante y a
la jerarquía de una Iglesia que lo prohibía casi todo. Y hubo prohibiciones
sonoras del mismo: que si un rey, que si otro, que si un gobernador y que si un
alcalde… pero al poco, el cíclico año nos volvía a entregar un remanso de
jolgorio antes de meternos de lleno en la Cuaresma, que era abstinencia de
carne en toda la amplia y rica acepción carnal de la palabra.
Parece ser, que parece, que nada más despuntar el siglo XX el
tono crítico político fue subiendo y subiendo, ante el campo abonado de la
lucha de clases -y los disturbios- que cuando la II República provocó el
estallido de la crítica social, principalmente por -y contra- la Reforma
Agraria (que tuvo de todo), la crisis social (huelga un día sí y otro también)
y los atentados (que estaban a la orden del día). Entonces, las “coplillas de
carnaval” resultaban más peligrosas, por pegadizas y muy repetidas, que el
titular de la prensa adversaria y que la mofa del disfraz.
El disfraz, “la tapadera” que siempre se ha dicho
en la vieja piel de toro, islas adyacentes y plazas de soberanía, se puso de moda.
Permitía “la tapadera” a las “clases
altas” mezclarse en las fiestas -siempre más divertidas- de las “clases bajas”.
Muchas damas -y caballeros- de alta -y no tan alta- cuna dejaban caer su buen
nombre, embozadas/os, a los pies de una “tapadera”
en las noches de Carnaval. Y “la tapadera”
comenzó a usarse a destajo, en las noches de Carnaval, para ajustar alguna
cuenta política, complicando el desenlace festivo del fiestorro.
Total… que -estallada la Guerra Civil- en el BOE del 5 de
febrero de 1937 el gobernador general de Valladolid, Luis Valdés, prohíbe las
celebraciones (en la “Zona Nacional”) porque se estaba combatiendo y no era
cosa de dejar el fusil para zascandilear. Y se dice, y me imagino que sí, que
en la otra “zona” se seguirían celebrando aquellos festejos siempre que la losa
de la maldita guerra no turbara el ánimo ciudadano. Y seguro que alguna/o
siguió tirando de “la tapadera” para
disfrutar del momento.
Acabada la contienda, la maldita guerra, fue el Ministro de
la Gobernación, Serrano Súner, quien mantuvo “la prohibición absoluta… no existiendo razones que aconsejen rectificar
dicha decisión” (13.01.1940).
Pero hasta donde yo llego, hijo del “baby boom” español (y no sé si por ello tengo hoy que pedir perdón ante
la proliferación de tontos útiles), siguieron las fiestas populares, los bailes
de casino y charanga popular. Vale, no habría disfraces en las calles como
ahora; pero seguro estoy de que alguno/a sacaría “la tapadera” a pasear.
Pero “fiestas de
máscara” (singular) que son la esencia primigenia de las fiestas de
despedida del invierno, proclamo que se mantuvieron en España pese a quien
estuviera en las entrañas del poder: zafarrones, jurrus, zanqarrones y demás
siguieron danzando por la España profunda. ¿O no son “carnaval” los Entroidos gallegos o los Iñauturiak vascos?
En fin, país de memoria histriónica.
Cuentan que tras la explosión (18.08.1947)[1] del Depósito
de San Severiano (Polvorín de la Armada, en Cádiz; cuyo fogonazo fue visto en
el ceutí Monte Hacho y el estruendo oído en Lisboa, creyendo que se trataba de
un terremoto) se resolvió que para animar al malherido pueblo gaditano -que
había sufrido más de 150 muertos, más de 5.000 heridos y la pérdida de unas
2.000 edificaciones del barrio- se recuperarían “las fiestas de calle bajo el nombre de Fiestas Típicas gaditanas”;
eso sí, huyendo de la palabra Carnaval. Y se recuperaron gozando hoy de
envidiable salud y chispa en la denuncia social.
Cuentan que en Tenerife tampoco es que tuviera mucho eco
social “la prohibición gubernamental”. Hasta el punto que en 1961 ya eran el
epicentro festivo insular y el mismo gobierno franquista las elevaba a Fiesta
de Interés Turístico Nacional en 1967.
Sí, las fiestas de Carnaval no eran como las de ahora; es
que ahora no hace falta “la tapadera”.
[1]
Que vaya década: Explosión del polvorín del Pinar de Antequera (1940), el
incendio de Santander (1941), accidente ferroviario de Torre del Bierzo (1944),
explosión de los polvorines de Alcalá de Henares (1947) y en el Almacén de la
Bases de Defensas Submarinas de Cádiz, que nos ocupa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario