El 22 de agosto de 1896 aparecía en Blanco y Negro Revista Ilustrada
un artículo de Luís Gabaldón, en
clave de Humorada, titulado El Tren Botijo. La revista Trenes
(de RENFE) en mayo de 1953 lo sacaba de nuevo a la palestra. Varios post de
este blog han sido para este invento, pero hoy quiero yo también sacar a pasear
algunos párrafos de Gabaldón, periodista, escritor y dramaturgo, editor de la
revista satírica “El último mono” y
asiduo en las páginas de ABC.
El caso es que tres caballeros, tres, salen de Madrid el 1º
de agosto, ¡¡a las dos de la tarde!!, con la perspectiva de dieciocho horas de
viaje -llegar a Alicante con el frescor del nuevo día- y tener que atravesar la
sartén manchega “en esas horas, en que el
sol hace algo más que molestar”.
El dibujante Mecachis
(Eduardo Sáenz Hermúa), famoso por sus “monos” (caricaturas del paisanaje del
momento) y el fotógrafo Christian Franzen le acompañan en la
aventura veraniega.
Suben a un vagón de 3ª, la clase más popular, y… “la tentativa fue infructuosa… estaba lleno
desde la víspera”. Resulta increíble la popularidad que consiguieron esas
vacaciones de verano y el Tren Botijo ya a finales del XIX. Es fantástico leerle:
“En vano invocamos el ‘sacerdocio de la
Prensa’. Mecachis se comprometió a hacer ‘monos’; pero sí, sí, ellos fueron los
que se pusieron “monos”, mejor dicho, ellas…”. Tuvieron que ir recorriendo
coches de tren hasta que fueron aceptados en uno y sus bártulos e impedimenta
colocada en un lugar. Mientras tanto, el tren ya “rodaba perezosamente por los campos estériles, resoplando con la fatiga
de un asmático…”. Es más, dice Gabaldón que el tren botijo aquél de las 18
horas de viaje “tiene pujos y honores de
especial; pasa desdeñosamente por las estaciones sin detenerse… y solo cuando
atisba una fonda suspira y descansa”.
Y Gabaldón hace el análisis sociológico de aquél tren
botijo, de aquél viaje camino de las vacaciones junto al mar de finales del
XIX: el vagón “ofrecía aspecto de
baratill[1]o:
botas de vino, sombreros, botijos, americanas, cestas… ¡hasta ropa interior!,
todo colgado en las paredes del coche -la gente llevaba clavos y martillos
para improvisar perchas- … las gentes, en
mangas de camisa, ‘si que también’ en elástica, jugaban al mus, cantaban, reían
o dormitaban, que de todo había…”.
Una pincelada de sociología en la crónica: “un buñolero de la calle de Arganzuela -vender
buñuelos permitía este viaje; el tren Botijo socializó el turismo-… nos decía con la mayor ingenuidad que sí,
que al llegar a Alicante, ‘si no se bañaba, se lavaría’”. ¿La corriente
higienista irrumpiendo por ahí?
En la parada de Aranjuez, los viajeros “organizaron bailes de carácter marcadamente popular a los ingratos
sones de un acordeón” y en la parada de Alcázar de San Juan se encuentran
Gabaldón y sus compañeros con Ramiro
Mestre, el promotor de estos viajes e Hijo Adoptivo de la ciudad de
Alicante. No hay mayor referencia al encuentro, pero sí al apedreamiento del
convoy botiji nada más salir de la estación, cosa que parecía habitual en la
época: chiquillo no tires piedras, que no
es mío el melonar… que decía la canción “Vamos a contar mentiras”. ¿Quién hasta mi quinta no ha tirado
piedras al paso del tren y puesto perras gordas en los raíles?
“La noche se pasó y el
tren cruzaba y cruzaba llanuras y montañas, y el día se avecinaba; el sol
trepando por las cumbres…”. De repente, “un caballero gritó ¡Tierra! Faltaba poco para llegar a Alicante, y en
el coche comenzaron los preparativos y el aseo”. Nos cuenta Gabaldón que
hasta el buñolero se cambió de elástica mientras las mujeres “recogían cuidadosamente
su peinado”. Detalla que “una madre
pulcra limpiaba cuidadosamente su niño”. A esas alturas del viaje las
enflaquecidas botas rendían los últimos tragos mientras “todos se preparaban cuidadosamente para entrar en Alicante”.
“Crujieron las
plataformas, respiró la locomotora con un aliento prolongado, abriéronse las
portezuelas, y cada cual con sus trebejos saltó al andén, no sin hacerse antes mutuamente
las más cordiales protestas de amistad”. Estaban, por fin, en Alicante.
De Alicante, Gabaldón destaca “su hermoso puerto -donde estaban, y así lo refleja, tres buques de
la Escuadra: “Infanta María Teresa”, “Pelayo” y “Vizcaya”, donde al poco iría
para servir como condestable de Artillería Francisco Zaragoza y Such, nuestro
héroe local- y espléndido paseo de
palmeras, que le dan el color y el tono de una ciudad africana”.
“A la mañana siguiente
de nuestra llegada vimos en la playa a la mayor parte de los expedicionarios
gustando de los encantos del mar y de las comodidades del balneario, que las
tiene para todos los gustos: desde los baños a 5 céntimos, sin espejo, y con
espejo, diez, en adelante”. Luego dice que “Alicante ha respondido a la atenta visita de los forasteros organizando
festejos espléndidos… y los buques de la Escuadra son visitados todas las
tardes por los ‘botijistas’”.
No cita Gabaldón en este reportaje de 1896 la diligencia que
desde La Balseta trasladaba -6 horas de viaje más- hasta Benidorm a muchos “botijistas”,
pero sí a las mujeres de Alicante: “¡Ah!
Las mujeres de Alicante merecen la justa fama que gozan de hermosas. Las
mujeres que hay allí, como dicen en una popular zarzuela, ‘en otra parte no
hallarás’. Así que no comprendo el sentido del adagio[2]
que dice: No me vengas con alicantinas. ¡Ojalá!”.
Y así termina Gabaldón su humorada de aquél viaje del que no
da más detalles, aunque ilustra el reportaje con dibujos de Muñoz Lucena, fotos
de Franzen y caricaturas de Mecachis, que para algo aquél Blanco y Negro era
una Revista Ilustrada.
PD. Me dejó planchado ayer Gabaldón cuando leí el final de
su crónica y escribí el Post. Toda la noche dándole a la neurona y… Mire Usted,
don Luís: El Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su tercera
acepción, define la alicantina como treta, astucia o malicia con que se procura
engañar. Y en el Refranero Geográfico Español, de Vergara Martín, se
explica que tal definición tiene su origen en los pretextos de que se valen,
según la tradición, los naturales de Alicante para eludir el cumplimiento de
sus contratos comerciales. Y esto tiene su explicación: esta supuesta
inclinación –insisto, supuesta inclinación; sóc alacantí- de los alicantinos a no
cumplir con sus compromisos parece que se debe a la permanencia entre ellos de
la llamada fe púnica, ya que los ascendientes de los alicantinos debieron
aprender de los cartagineses a no ser rigurosos cumplidores de sus convenios
mercantiles. Por otra parte, el Diciconario Somontinero dice que
"alicantina" es una manía, una obsesión casi enfermiza. También veo
en Alicante Vivo que una "alicantina" es una especie de víbora, de
siete a ocho decímetros de largo y de hocico remangado. Es muy venenosa y se
cría en todo el mediodía de Europa.
Y como alicantino que soy me quedo con lo que dice Alicante
Vivo; las alicantinas son "les
xiques més reboniques"... y ahí coincido con Gabaldón. ¡Ah! Las
mujeres de Alicante… y de más allá.
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