Estaba yo con una agüita con gas a media tarde, cuando el
sol deja de chinchar, hablando en La Vila sobre la realidad laboral del
reemplazo generacional… Ya ves, cosas de malmezclar
el nardo con todo lo demás. Y es que la metafísica de la jornada de reflexión
tras el primer encontronazo festero (en La Vila, con la fiesta te das de
bruces) nos llevó a hablar de cuantos jóvenes con máster conocíamos y en que
situación se encontraban.
Pensé en mí. Yo ya hacía prácticas antes de terminar.
Becario, sí; pero no fui ni a por la beca[1] (al acto
académico, que a la fiesta sí) porque yo ya estaba trabajando, y al poco me
integraba en la estructura: fijo, que decían. Lo cual no era cortapisa para que
si había que saltar a otro sitio ni se lo pensara uno. Eso ahora es impensable,
me dicen. Y lo veo.
Hay excepciones, pero el que más y el que menos de los veinteañeros
(y más) va por ahí mendigando un puesto de trabajo cargado de títulos y másteres,
con el calor que hace, para terminar en algo que no es lo suyo o para lo que
medianamente se les ha preparado. Incluso con la convicción de que con su
formación se merece un despacho con secretaria/o…, lo cual es falso.
Pero, ¿se les prepara para lo que se les viene encima? ¿Está
la Academia en consonancia con lo que la Sociedad demanda? o es que ¿nos da por
estudiar lo de siempre y eso está muy saturado? La verdad es que no hay trabajo
específico para tanto egresado como se genera y entonces es cuando se ve la
brillantez (o la ausencia de ella) entre todos los formados. Y eso es
frustrante.
Recuerdo que yo cambié de dirección cuando leí aquello de que
los acuerdos con el Mercado Común Europeo (la entrada era aún una entelequia en
el declinar de los setenta) exigirían muchos ingenieros en el agro… Y me salió
bien.
El caso es que oyendo penar al resto de contertulios
festeros me enteré de la tremenda cantidad de profesionales salidos de las
facultades que ansían trabajar y sobredimensionan los colegios profesionales clásicos
y se ven como camellos ante el ojo de la aguja laboral. Y por ahí hay que
pasar. Algunos, con tal de pasar, adelgazan currículos…
Y ya vino gente. Y se complicó la noche. Y pusimos las
neuronas en remojo a base de limón granizado (es verano) con buen aditamento alcohólico
que fue cambiando, con el tiempo, el jugo fermentado de varias gramíneas: de
trigo a maíz.
Y debatíame yo a la mañana siguiente, esta, entre si llamar
a esta sociedad “fallida” (que me lo pedía un amigo) o llamarla “frustrada” como
le he oído a la primera persona, ajena al cotarro festivo que me envolvía
anoche y que desde Alicante consultaba un tema. Me decidí por llamar
“frustrada” a esta sociedad donde los jóvenes formados tienen empleos asonantes.
“Frustrada” porque le leí al economista Juan Manuel Rallo que “fallida”,
sociedad fallida, es una sociedad caótica. Y esta, la nuestra, aún no lo es.
Aunque si dejamos la cosa en manos de algunos, camino de ello vamos.
Al final, me quedé convencido: camino de una Sociedad Frustrada.
La considero así porque el vínculo entre trabajo y bienestar
lleva camino de frustrarla totalmente y abocarla al estado de fallida. Y en
ello, el Estado, tendrá mucho que ver. Las Administraciones deberían ponerse
las pilas. La distorsión económica nos puede abocar hacia esa sociedad fallida
que pretendo evitar toda vez que veo que se suma a ello, en mi opinión, una
crisis de valores y de principios.
Lleva el Sistema tanto tiempo frustrando esta sociedad que
detecto que estamos ante una frustración real y justificada, que es lo peor. No
sé si es por voluntad propia o por qué otra razón, pero el caso es que esta
semana no hemos leído nada provechoso que nos quite razón. Bueno, sí: las
cifras de la EPA. Pero tienen su regusto y su trasfondo.
¿Encontrará Roig (Mercadona) -me pregunto- la calidad de licenciados
universitarios que busca para entregarles responsabilidades como mandos
intermedios a 5.400 €/mes? Tiene titulados como reponedores ahora mismo. Vale,
necesita ingenieros informáticos, arquitectos y médicos… De los dos últimos hay
una jartá en condiciones precarias. Suerte.
Aún me debatía en la pregunta, articulando la respuesta,
cuando el Portal Estadístico de la Generalitat nos daba un disgusto (al menos,
para mí, leerlo lo fue) con lo de la tasa del riesgo de pobreza de las comarcas
turísticas del litoral alicantino: 29’8% en la Marina Baixa, nuestra comarca.
Sí, los hay peor… Mal de muchos, consuelo de tontos (y tantos). Este dato nos
rompe los esquemas entre servicios y actividad industrial… aquí y ahora, los
servicios van pero que muy mal.
Es grave llegar a leer que “Puede parecer paradójico que las
zonas litorales, con un aparente mayor dinamismo gracias a la actividad
turística y de servicios, resulten ser a la vista de la estadística más pobres
que el interior, vinculado a la industria tradicional y más envejecido”. Hay
muchos parámetros a tener en cuenta, pero resulta que hemos convertido el
sector servicios, en materia de turismo, en una economía débil por la
precariedad y estacionalidad del empleo.
La EPA nos ha contado que hay 1’4 millones de asalariados en
el sector turismo disparando las cifras de hace unos pocos años. Y esto, lejos
de ser bueno, ha sido calamitoso a la hora de sentar el dato de renta por
unidad de consumo. Resulta que “un
auténtico 'boom' del empleo puede explicar el estancamiento de los salarios en
el sector, al cubrirse con holgura la demanda de puestos de trabajo”, decía Carlos
Sánchez analizando datos de la EPA. Así en hostelería “el sueldo medio se sitúa
todavía por debajo de los niveles previos a la crisis” y coste de la vida ha
seguido su rallye alcista sin importarle este detallito. Y como detallazo -y
para mí lo más grave- resulta que “la hostelería representaba el 5,5% del
empleo total en 1993, creció de forma significativa hasta el 7,1% en 2007 y,
actualmente, representa el 8,7%, lo que da su importancia en términos
macroeconómicos”. Pues… aviados. Vamos, que una década los trabajadores de la
hostelería han perdido hasta un 12% de su poder adquisitivo. Y cuando metes ese
dato en la ecuación, estás ante el aumento del riesgo de pobreza.
Las alzas salariales, cuando las hay, van a remolque de las
alzas de precios al consumo y… no hay forma de alcanzar, al menos, un
equilibrio. No te digo que las de los salarios superen a las del consumo.
En fin: que esto no era resaca. Tal vez falta de sueño.
Estoy a punto de sobrevivir, un año más, a las fiestas de La Vila. Y la neurona
sigue en su sitio.
Pero la realidad es la de una sociedad frustrada. Estos jóvenes
a los que me refiero, en cuanto terminen las fiestas se volverán a dar de bruces
con la realidad, con la frustración que ya entiendo justificada, todo aquellos
que cuando la banda entona “Xubuch”
se suben a las sillas a marcar el ritmo. Y si suena un pasodoble, a la mesa.
La cuestión es olvidar la frustración por un rato.
[1]
La beca es un distintivo que llevaban los colegiales sobre el ropón o manto del
mismo o distinto color que éste, que significaba que gozaban de una beca para
sus estudios. Hoy en día, ya perdido este significado, la utiliza cualquier
estudiante, aunque solamente en determinados actos protocolarios, como por
ejemplo en las graduaciones y ceremonias de licenciatura de los alumnos
universitarios. El becado tenía, de
alguna manera, sus estudios pagados por una fundación (Colegio Mayor, Colegio
Menor, Convento), y tenían el color correspondiente a dicha fundación. Las
becas tienen un color que varía según los estudios universitarios: rojo:
Derecho; amarillo: Medicina; azul celeste: Humanidades; azul cobalto: Ciencias;
etc.
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