España
fue el primer país del mundo en promulgar una Ley de Parques Nacionales. Así,
con un par; sin más.
Parques Nacionales, en el
concepto que todos conocemos, ya existían en los Estados Unidos (por ejemplo Yellowstone,
1872; aunque no consta que ya
estuviera allí el oso Yogui), pero casos excepcionales,
sin legislación nacional.
Total, que hace 100 años, un siglo, cuando eso sucedió, el
corazón de Europa era una siembra de sangre y vísceras. Y nosotros, ese
apéndice de la gran península europea, que no teníamos ya ni sangre ni vísceras
que aportar tras los desastres de 1898 y las guerras africanas, apostamos por
la sensatez… y legislar en ese sentido.
En fin, que con un muy español gesto de “arrancá de caballo y pará de burro”, que
diría “Candiles”, declaramos los dos primeros parques… y a la molicie.
Sí, hace 100 años, en una
España económica y moralmente destrozada, apática y anquilosada, que hacía
bandera de su neutralidad durante aquella IGM y orgullosa decía no pertenecer a
ningún bando, a ninguna alianza, quedaba capacidad en alguno de sus políticos
para apostar por el futuro.
La Ley de Parques Nacionales,
sancionada el 28 de noviembre de 1916 y publicada el 8 de diciembre de 1916, a instancias del 1er Marqués de
Villaviciosa de Asturias, don Pedro
Pidal y Bernaldo de Quirós -un político que destacó como montañero-, era
tan simple como la tecnología que exhiben alcarrazas y botijos. La ley, eso sí,
contó con el respaldo del rey Alfonso
XIII y quedó aprobada en tres
simples artículos que plasmaban la necesidad de conservar el patrimonio
natural y recogían el concepto estético y paisajístico de parque nacional.
Publicada la ley… Se pusieron a
trabajar y así, con el tiempo y una caña, el 22 de julio de 1918 se declaró el primer parque
nacional español: el Parque Nacional
de la Montaña de Covadonga, que
hoy ha perdido su nombre original (por si de épicas imperiales se arrancase
alguien) hasta el de Picos de Europa y que el señor
marques, don Pedro Pidal, se escalaba un día sí y un día también. Y, al poco,
el 16 de agosto de 1916, el Parque
Nacional del Valle de Ordesa -actualmente Parque Nacional de Ordesa
y Monte Perdido- que fue el segundo de nuestros parques nacionales.
Después, y durante treinta y
seis años más, nada. Nada de nada. Que sí “Candiles”,
que “arrancá de caballo y pará de burro”;
Spain.
Vale, vino la gran epidemia de
gripe (los demás estaban pegándose tiros y no informaban de su incidencia, por
lo que ahora se llama gripe española, y aquí la llamábamos
el
trancazo), acabó la Gran Guerra y -mientras irrumpía el Charleston- la vieja piel de toro
comenzaba a convulsionar en los años 20 y retorcerse en los años 30, tras la
crisis del 29, hasta liarse a mamporros, tiros y bayonetas, tras los que llegó
la dura posguerra, la cartilla de racionamiento y la leche… Sí, la leche en
polvo americana.
Total, que no tuvimos tiempo de
pensar ni en los arbolitos y ni el monte hasta 1954.
Y fue en Canarias donde se
crearon los Parques Nacionales del Teide
y de las Cañadas de Taburiente (1954). Para entonces, el resto del Mundo ya
nos había adelantado en esto de la vía conservacionista. Al año siguiente
(1955) veía la luz el Parque
Nacional de Aigüestortes y Lago de San Mauricio en Lérida,
que ahora es Estany de Sant Maurici.
La Ley de Montes (1957) llegó
para derogar la simplicísima ley de 1916 que da sentido a este Post y que con
41 años a cuestas (y sólo tres artículos) bien había cumplido su misión. La
nueva ley supuso, pese a las férreas estructuras de concepción de la Naturaleza
que se le pudieran achacar a aquella España del Régimen, un cambio sustancial
en el planteamiento legislativo de la protección ambiental: los factores ecológicos empezaron a tener
mayor importancia a la hora de declarar nuevos parques, frente a los meramente
históricos y paisajísticos que inspiraron los comienzos.
La ley del 57 no dio patente de corso para esto de declarar Parques
Nacionales, pero al ampro de ella llegaron Doñana
(Huelva, 1963; con una intrahistoria que se debate entre lágrimas por
desconsuelo o por descojono y muchas iniciativas de gentes del común estampadas
en los muros de la hipocresía administrativa), las Tablas de Daimiel (Ciudad Real; 1973) y Timanfaya (Las Palmas; 1974).
Un salto cualitativo llegaría en 1975 con la Ley de Espacios Naturales Protegidos que reordena el proceso
iniciado en 1916 y nos llevó a las bases del Parque de Doñana de hoy
en día, o del Parque Nacional Garajonay
(Tenerife) de la laurisilva canaria. Y no te digo con la ley de 1989 que ya metió el concepto de ecosistemas y el derecho a
conservar la naturaleza… y así podemos seguir hasta la ley de diciembre de 2014. Porque desde los
años 90 hay conciencia sobre el tema y las Comunidades
Autónomas están implicadas en el tema y han desarrollado su propia
legislación y sus propia red de espacios naturales protegidos que complementa y
amplía la de los 15 grandes espacios
nacionales que, de por sí, contienen -y
protegen- el 70% de las especies de plantas vasculares y el 80% de las especies
de vertebrados presentes en España.
Lo que hoy nos ocupa es que hace un siglo. En 1916 fuimos los primeros de
la vieja Europa en esto de conservar la naturaleza.
Pero además de alabar el empeño del 1er marqués de Villaviciosa, yo
(tirando para casa) quiero también sacar a pasear el buen nombre de don Odón;
don Odón de Buen. El zufariense
(dícese así de los naturales de Zuera, Zaragoza) Odón de Buen, autor de “Anales
de Historia Natural” (de España; 1883), terminó siendo la mayor
autoridad del momento en la oceanografía
centrando sus estudios en el Mediterráneo. También fue el más brillante
defensor de la Teoría de la Evolución de Darwin en España. Pues bien, si el
marqués consiguió su ley en 1916 fue porque desde 1907, don Odón, siendo senador del reino (por Barcelona), desde su
tribuna, una y otra vez, exigía atención y respeto a la naturaleza.
Total, que un siglo de Parques Naturales… los primeros con una ley de este
tipo en Europa… y no he visto a ningún ambientalista de estos de por aquí,
ecologistas creo que se llaman a sí mismos, sacarlo a relucir. ¡País!
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