Tengo el terrado calcinado y he tenido que salir a la calle
con sombrero; el sol, si no está embotellado, acaba conmigo. Y un amigo me ha
dicho que llevaba un cubano; sí, un sombrero de paja … y a resultas de ello me
he decidido a escribir sobre Cuba. Con la que está cayendo en Cuba, me he
atrevido con este análisis, que el amigo Abich certificaría hoy cuando sólo
hablan de boinas negras y las protestas se han diluido en el mar de represión
Y me arranco con las ansias de independencia cubana; entonces,
de España, que había plantado su bandera en la isla Juana -como Colón la llamó-
desde el 28 de octubre de 1492. Pero que sepan que ya en el XVIII tanto los
Estados Unidos como Gran Bretaña la querían[1].
Y los del lugar ansiaban ser sus propios señores.
La experiencia haitiana[2]
de revolución de los esclavos negros era ansiado por estos en la isla española;
y era muy temida por blancos y criollos. El primer gran susto llegó en 1812 con
la sublevación de José Antonio Aponte, rápidamente sofocada. Como no hay mal
que por bien no venga, a resultas, se suprimió el estanco del tabaco
(monopolio), decretado en las Cortes españolas de 1636 -y que operaba desde
1764- y se dio una buena libertad comercial.
Al comienzo del XIX las producciones cubanas no tenían
competencia; Haití había quedado devastado tras su revolución. Había que
mantener aquel estatus sin competencia que reportaba pingües beneficios a los
propietarios y a la Corona, lo que agrandaba las ansias de controlar la colonia
española. La tranquilidad criolla la proporcionaba la presencia de un fuerte
contingente del Ejército español, aunque también les frenaba en los afanes
independentistas que recorrieron el continente tras la Constitución de 1812. Eso
sí, la influencia de las logias masónicas (desde la de York al Gran Oriente
Francés) animaron a la sacarocracia[3]
a aumentar sus ansias de libertad que un advenedizo puso en órbita en cuanto no
se supo qué hacer con los esclavos negros a los que se les daba la libertad en
pleno auge capitalista. Pero vayamos por partes.
En 1837 se abolió la esclavitud en España. En la península no
quedaban esclavos desde que en 1766 fueron expropiados por el Estado[4].
Solo Cuba y Puerto Rico quedaron expresamente exentas de cumplir la norma. Y la
Cuba del XIX funcionaba a base de esclavos negros y la excelente gestión
económica de Claudio Martínez de Pinillos y Ceballos, un criollo de
primera generación que gestionó muy eficazmente[5]
las cuitas económicas isleñas desde su puesto de Superintendente de la Real
Hacienda de Cuba y miembro de la Junta de Aranceles de Madrid. Terminó en el
Consejo de Ultramar siendo Grande de España. Dobló las rentas públicas en su
etapa cubana y le tocó vivir varias revueltas de esclavos negros, varias de
ellas instigadas por blancos y criollos. Algunas estuvieron instigadas por el
cónsul británico David Turnbull[6].
En aquella Cuba del XIX hasta hubo elecciones. Esto posibilitó
que en 1820 uno de los representante de la Isla de Cuba en las Cortes de
España, Félix Varela -el padre Varela, que también era masón-, reclamara
la abolición de la esclavitud y, de paso, la independencia cubana.
No gustó lo segundo, pero se debatió la primero. El regreso en 1823 del
absolutismo del rey felón acabó con el tema.
La masonería, de influencias continentales, no paraba de
alentar los aires de independencia. Y aún en la etapa liberal y con un gobierno
constitucional en Madrid, desde la logia de La Habana, en sintonía con las
ideas de Simón Bolívar, se apoyó una revolución para crear la República de
Cubanacán, que el general Francisco Vives sofocó sin piedad. El
argumento revolucionario era que España podía terminar cediendo Cuba al imperio
británico y los “independentistas” veían mejor la anexión a los Estados Unidos.
Por aquellos días, hasta la logia mexicana Gran Legión del Águila Negra también
estuvo en la conspiración de 1923; la dirigía Guadalupe Victoria[7],
primer presidente (1924) de los Estados Unidos Mexicanos. Cuba estaba muy
codiciada.
En fin, que a partir de los años veinte del XIX Cuba vivió,
una tras otra, décadas de alta tensión que desde la península no aliviaban. En 1834
se nombró gobernador de la Siempre Fiel Isla de Cuba -el genial nombre
que le puso el burócrata de turno- al cartagenero Miquel Tacón y Rosique,
mariscal de campo, que se dedicó a fomentar el comercio de esclavos, para
rentabilizar la producción isleña que iba viento en popa. Y a exiliar
intelectuales que en Europa o en el continente, reforzaban identidad. E igual
de tensa fue la década siguiente; tanto que en la Navidad de 1843 se palpaba un
ambiente como en el Haití pre revolucionario. El gobierno de los Estados Unidos
se ofreció enviar unidades navales de apoyo a los intereses de España. El
general Alejandro O’Donnell, gobernador militar y capitán general de
Cuba, lo rechazó y desarrolló una campaña de caza del insurgente que marcó la
isla para la década siguiente. A Cuba, los capitanes generales llegaban con
facultades omnímodas.
Así fracasaron tanto la Conspiración de la Escalera
(1844) -que fue más un lío de insurgentes que una revuelta; se denunciaron
todos (a golpe de latigazos;el “Año del Cuero”) y salió a la luz el
doble juego de todos contra todos en la pretensión de controlar el comercio que
salía de Cuba- como las insurrecciones de la década siguiente -de 1850 y 1851-
de Narciso López, Joaquín de Agüero e Isidoro Armenteros. Todas
las intentonas eran pura testosterona de unos y otros que sólo engendraba
sangre, dolor y resentimiento. Pero tanto los criollos blancos como los
esclavos negros suspiraban por lo que veían en el continente, especialmente en
los Estados Unidos que no paraba de sembrar ideas de emancipación a golpe de
dólares, aplicando las teorías del Destino Manifiesto y la Doctrina
Monroe, que llegaron a una selección de figuras del momento. Por no
hablar del Club de La Habana y la Orden de la Estrella
Solitaria como instrumentos políticos clandestinos que buscaba la
anexión a los EE.UU.
La historia cuenta que los terratenientes criollos que vivían
en Bayamo empezaron a tramar cómo sublevarse el comenzar la década de los
sesenta del XIX. El motivo no era otro que, tras la llegada de la tecnología a
sus ingenios, el vapor hacía que los esclavos negros no fueran tan necesarios
para mantener la economía a pleno rendimiento. Y esa fue la perfecta
combinación/excusa: no saber qué hacer con los esclavos negros (ahora habría
que pagarles por su trabajo) y la socorrida ansiedad de independencia de la
metrópolis en la clase dirigente; pues sólo quedaban ellos ligados a la Corona
española.
Así, el 10 de octubre de 1868, cuando Carlos Manuel de
Céspedes proclama una Cuba independiente, el famoso Grito de Yara
(que es el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba), en España
hacía 3 días que el general Juan Prim había entrado en Madrid,
consolidando la Revolución de 1868 que dio paso al sexenio democrático en la
península y a una guerra de diez años allí. De Céspedes; era un poeta que se
inflamaba con nada y entró en combustión adelantándose a revuelta. Abogado de
formación (licenciado por la universidad de Barcelona), durante su estancia en
España había colaborado en la insurrección del general Prim (contra el
gobierno de Narváez, 1844) y se había visto con el dinero suficiente para
comprar el ingenio La Demajagua, un trapiche que el vapor había
convertido importante activo industrial. De Céspedes lo vio tan claro que
alentó a los esclavos negros de su plantación, a los que liberó, a sumarse a la
sublevación. Reclamaba la abolición de la esclavitud. Su alzamiento fue un
soberano fracaso (iba a tomar Manzanillo); pero comenzó una guerra de una
década en la que él mismo cayó (1874). La economía cubana se desplomó y se
contabilizaron más de 200.000 víctimas. La cruenta lucha terminó en 1878 con la
Paz de Zanjón, en la que ambas partes se hicieron concesiones. El
general Arsenio Martínez Campos neutralizó a los insurrectos y consiguió
prolongar el dominio español en Cuba, ahora como provincia española y no como
colonia, una veintena de años más; hasta el desastre de 1898. Algunos independentistas
cubanos, aunque agotados por la contienda, se resistieron a dejar las armas; como
el mayor general Antonio Maceo que convocó la Protesta de Baraguá,
en que se dieron una semana para reemprender hostilidades. Pero también fracasó
y optó por el exilio en los Estados Unidos.
Insisto: el vapor, que movió el primer ferrocarril La Habana-Bejucal,
camino de Güines, (1837) catapultó el proceso de independencia cubana al
liberar una importante cantidad de trabajadores, esclavos. El primer “motor
de fuego” para un ingenio azucarero llegó a la isla en 1796 y se instaló en
el ingenio Seybabo; comenzó a funcionar el 11 de enero de 1797. La máquina fue
diseñada por Agustín de Betancourt y Molina, el mejor ingeniero europeo de la
época. El segundo equipo de vapor no llegaría hasta 1816; las guerras
napoleónicas (el bloqueo continental) lo impidieron. Y aunque al vapor le costó
entrar, poco a poco llegó a todos los ingenios y a partir de 1860 redujo la
importancia del trabajo de los esclavos negros. Y así comienza el lío.
[1] Gran Bretaña ya había
intentado, en 1741, establecer la Colonia Cumberland en tierras cubanas,
en un punto cercano a Guantánamo; fracasaron. Cuando la Guerra de los 7 años
(con Francia, pero en la que nos metimos por lo de los Pactos de Familia)
desembarcaron de nuevo los británicos en Matanzas y el 14 de agosto de 1762
entraron en La Habana. Tras once meses, en julio de 1763, Inglaterra y España
acordaron un canje: parte de la Florida quedaría en manos de los ingleses a
cambio del retorno a España de La Habana y Cuba en su totalidad. Y los EE.UU. que
no pararon desde
las presidencias de James Buchanan (1857-1861) Abraham Lincoln (1861-1865) y
Andrew Johnson (1865-1869) en base a que ya el presidente Jefferson (1801-1809)
presentó la tesis de expandir los dominios norteamericanos y justificó Cuba
como barrera defensiva para el Golfo de México.
[2] Haití había marcado la
pauta con su revolución y la independencia. Cuando en el último tercio del
XVIII Francia subió los aranceles al tabaco, aquellas tierras abandonaron el
cultivo de la solanácea -muchos esclavos huyeron, como lo hacían de las
encomiendas españolas de la otra parte de la isla, y se establecieron en
ambientes selváticos y libres; se les llamó cimarrones. La isla, entonces, se
dedicó a la caña de azúcar, el café y el añil (cultivando indigoferas). Más de
la mitad del azúcar del mundo salía de Haití cuando estalló la Revolución
francesa; la de todos los hombres libres e iguales. En 1790, la Sociedad
de Amigos de los Negros, compuesta allí por mulatos influyentes, inició
presiones para el reconocimiento de sus derechos por parte de París. En lugar
de eso, la Asamblea extendió los derechos políticos a los blancos no
propietarios y pasó de los negros. El desengaño llevó al primer levantamiento
armado que fue sofocado. Pero para los hacendados eso de tener negros libertos
que contratar -y pagar- para trabajar en sus plantaciones, de la noche a la
mañana, como que no les gustó nada. Y se sucedieron las insurrecciones donde hubo
más de un disparo, muchos muertos y hasta una ceremonia de vudú que “ordenó
venganza”. Y bien que se vengaron unos de otros y otros de unos. Para calmar
los ánimos, la Asamblea Nacional francesa (1792) otorgó la ciudadanía a los
hombres libres de color de Saint Domingue (como se llamaba la isla); otra vez a
los mulatos, pero no a los negros. Nuevo cabreo y tras él, asalto viene,
matanza va, hasta que la Convención francesa declaró abolida la esclavitud el 4
de febrero de 1794. Fue en balde. Entonces, los británicos tomaron Puerto Príncipe,
y España atacó la parte oriental de la isla prometiendo libertad a los
esclavos. Fue así como los principales dirigentes de la rebelión pasaron al
bando español. Y más lío bélico. Pero por el Tratado de Basilea (habíamos
perdido la Guerra del Rosellón), en 1795, tuvimos que entregar a Francia la
mitad de isla que nos pertenecía y repatriar nuestras tropas a Cuba; y con
ellas embarcaron huyendo de la venganza de los esclavos negros las familias
francesas que dominaban las plantaciones y que se llevaron consigo esquejes y
sus secretos sobre al azúcar, el tabaco y el añil. Los británicos también
abandonaron la isla y dejaron solo a Toussaint de Breda, entrenado
militarmente por los españoles (grado de general del Ejército del Rey de
España), quien lideró una revuelta final. Por ser el iniciador de la misma le
llamarían Toussaint L’Ouverture (Toussaints El Iniciador).
En julio de 1795 renegó de España y se unió a Francia, donde se le reconoció el
rango de general de la República Francesa, ascendido a general de división, por
el Directorio en París, en 1796. La historia es más larga; pero como aquí
hablamos de Cuba, baste con decir que entonces Napoleón ordenó su captura
(murió el haitiano en una prisión del Jura) y fue su sucesor, Jean-Jacques
Dessalines, quien proclamó la independencia de Saint-Domingue, en 1804,
y la bautizó como “tierra montañosa”, Haití, en arahuaco (la
lengua original de la isla). La Constitución haitiana de 1805, en su artículo
12 decía que “ningún blanco pisará este territorio como amo o propietario”…
y ninguno quedaba desde que entre febrero y abril de 1804 masacraron a los
pocos blancos que no había salido con las tropas españolas. Un tal Jean
Zombi marcó la pauta y su nombre está ligado a las historias del vudú. Y de
lo sucedido en Haití, especialmente en la primavera de 1804, todos los
territorios caribeños tuvieron noticia y miedo a una revuelta de esclavos
negros.
[3] Aristocracia azucarera
cubana; casta de los grandes propietarios de ingenios azucareros.
[4] Fueron liberados o
vendidos, en el caso de los africanos, a Marruecos
[5] Racionalizó y disminuyó los
impuestos y trabas a la producción y el comercio, fomentó el desarrollo
agropecuario y el comercio exterior e interior; creó el Depósito Mercantil,
extendió el uso de la contabilidad y publicó unas Balanzas anuales del comercio
que fueron las primeras en España. Mejoró el Jardín Botánico y los hospitales y
casas de socorro, creó escuelas y caminos vecinales. Dio impulso al mundo
científico y literario y fundó el Archivo Nacional. Las rentas públicas se
doblaron en sus quince años al frente de esa gestión.
[6] Corresponsal de The Times
participante clave en
la Convención Mundial contra la Esclavitud de la Sociedad contra la Esclavitud
de 1840; fue cónsul en Cuba entre 1844 y 1846, cuando fue expulsado.
[7] José Miguel Ramón Adaucto
Fernández y Félix
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