Ha comenzado mal, muy mal, 2016. Se nos ha ido Rodolfo,
Rodolfo P… (hoy se ha ganado que
olvide su mal nombre), el semoviente de la unidad familiar. Una década
haciéndose querer y demostrando tener más inteligencia y sentido común que
muchos humanos. Y se ha ido sin despedirse; ahora que estaba a punto de
comenzar una nueva etapa de su vida en Valencia.
Su último salto ha sido para vencer la manilla de la puerta
de su ama y caer rendido a los pies de su cama; lo que nos ha extrañado. Aún
era él, pero parecía vencido. De carreras al veterinario y allí mismo, sin
apartar los ojos de mis chicas se ha ido apagando… hasta quedarse inerme. Se fue, seguro y con permiso de Dani Martín,
al Cielos de los perros.
Ahora esto, mi casa, es un valle de lágrimas; hasta a mí se
me amontonan los recuerdos mientras noto la congestión. Era un golfo simpático:
bonachón. Hasta los más peques, que estaban en casa dando la bienvenida al
2016, están desechos. ¡Vaya sorpresa!
El día está plomizo porque se ha ido Rodolfo. Ya no vaciará
mi papelera buscando no sé qué; ya no me morderá los cables de los cargadores
de teléfono.
Nos hemos pasado toda unna década para averiguarle la
raza y al poco de saberlo, va y nos deja: Grand
Basset Griffon Vendéen. Llegó bebé y
fue creciendo con nuestra sobrina Saira. Rodolfete,
le llamaba ella aún anoche. Y cuando se ha levantado y no estaba… Hasta Jesús
ha enmudecido. Pero ningún veterinario le sacaba la raza.
Su dueña soñaba con su nueva vida en Valencia. Nunca lo
disfrutó lo suficiente. Llegó un 9 de octubre cuando ella ya estaba en la
Universidad; luego que si se fue al Reino Unido de Erasmus, que si Master, que
si trabajo… Y ahora que la empresa la mandaba a Valencia era su tiempo. Y
Rodolfo parece que lo sabía: desde que llegó esta vez, con ella. Es como si sintiera
que su corazoncito era oriundo de Bélgica, como la matriz de la empresa de su
ama.
Cuando lo sepa Emilia, hasta para ella será terrible.
Y luego estamos nosotros. A Ana nunca la dejaba sola; ni
a sol ni a sombra; más bien era su sombra. Siempre guardándola, con afán
protector. Ya se le hacía difícil saber que en febrero se le iría a Valencia;
ya organizaba sus viajes para ver a sus criaturitas: Ana y Rodolfo. Y, lo
confieso, a mí también me hacía tilín, aunque me tocara la parte negativa del
paseo: la bolsita de plástico. Haciéndome el duro, era mi escusa para fumar.
Era un reloj para todo; y no perdonaba sol, calor, frío o
lluvia: el paseo es el paseo. Posaba delante de la tablet cuando Skype
conectaba con el Reino Unido, pero huía de la cámara del móvil. Sabía cuando se
venía de viaje y cuando él no entraba en lista de viajeros; entonces te
castigaba con su indiferencia volcándose con otros, pero olvidaba pronto y era
el remolón de siempre.
¿Travieso?, lo justo. Parece que tenía capacidad de
perdonarte las afrentas; olvidaba muy pronto. Aguantaba pajarita, luces de
Navidad y sobrinitos a la grupa; tiraba de un carrito y jugaba con los niños. Sus
orejas y su cola estaban en baile continuo. Detectaba un gato a la legua, se
ponía en plan broncas… y se olvidaba de la cuestión al minuto siguiente.
Era todo fachada -cabeza, cabezón y desafiante- pero con un enorme
corazón y unas patas tan largas que le llegaban hasta el suelo. Un día, por el
paseo de Levante, una chica se tiró hacia él y nos dijo: “si encuentro un tío con unos ojos como los de este, me caso con él”.
Y ese era Rodolfo, Rodolfo P. Se nos ha ido como nos llegó: en un suspiro.
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