El activista político de izquierdas que es W. Toledo -activista,
porque citarle como supuesto miembro de algún colectivo profesional es denostar
al colectivo (¿aún más?, por muy hundido que esté el grupo profesional)-,
reconozcámoslo, ha puesto el dedo en la llaga. Muchos se cuestionan, y se han
cuestionado, el papel de quienes allí enviamos -y muchos más fueron- con una
mano detrás y otra delante, pero esta empuñando la espada o blandiendo el
crucifijo. Y todo porque necesitábamos parné
como individuos y como Estado; y el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional
no estaban aún inventados. Bueno, muchos tontos no hay; pero sí unos cuantos,
aunque desde Cádiz a Barcelona siempre habrá algún iletrado opinando vía
tecnología para evitarse la vergüenza de hacerlo en vivo.
Para opinar (para bien o para mal, que hasta se está convirtiendo
en moda lo de faltar a la verdad), no hay nada mejor que ponerse en situación.
Pongámonos: A los primeros que allí dejamos, se los pasaron
por la piedra. Aún no
sabemos lo qué pasó exactamente con los del Fuerte de la Navidad, pero cuando volvieron…
estaban criando malvas; casi las mismas que hubiesen criado por aquí. Sí; pero
sin violencia. Y no es cosa de justificar.
Europa, por aquél entonces,
estaba hecha unos zorros; y España más. El epicentro se iba subiendo hacia
Flandes. El señorío, la tierra agraria sostenida por la explotación del trabajo
de los campesinos (por lo general, gratuita), estaba ya de capa caída gracias a
que la ciudad acaparaba todo el protagonismo mercantil. Pero los campesinos seguían
obligados a trabajar el campo y pagar impuestos y rentas más que nadie; eran
hombres libres, pero ¡a qué precio! El límite entre la esclavitud y la libertad
campesina de aquellos días no sé yo si con un Rotring 0’1 lo podíamos dibujar.
En el solar patrio, mientras
duró la Reconquista, los nobles vivían de la guerra: del botín obtenido y
explotado; y de las posesiones terrestres otorgadas que rentabilizaban con el
sudor de otros. Pero cuando se acabó la Reconquista, dueños de terruños -las
más de las veces infértiles o débilmente rentables- se encontraban con que la
ganadería era lo único que dejaba dinero… y se dedicaron a la cría del ganado
lanar (las merinas, que son de aquí desde tiempos de Roma y no de las trajeron
los Banu-Marin que venían a darnos p’al
pelo por herejes; y cuando uno viene a eso no se trae los borregos) que
emplea mucha menos gente que el agro. Y como fuimos los suministradores de la
lana merina (la mejor) a la incipiente Europa textil, pues los nobles
espabilaos ganaron dinero… y los demás se comían las piedras y soñaban con el
oro de América que era como La Primitiva
de entonces. Es que La Mesta, honrado concejo que llamaron, mandaba mucho y
desde 1501 ya se encargaron de evitar que “cualquiera
tierra utilizada algún día para pastos pudiera dedicarse a la agricultura”.
Lo de cultivar estaba fatal. Y los señoríos se hacían más y más grandes; y,
mucho antes que el conde de Romanones, Leonor Urraca Sánchez de Castilla, tercera
condesa de Alburquerque y reina consorte de Aragón, sí podía llegarse hasta
Portugal por sus tierras en un mundo rural de absoluta subsistencia, pero que
tributaba perfectamente. Vamos, que cuando salió lo de América fue como si
tocaran a rebato: tos p’allá.
En el XVI entre mayorazgos e hidalguías teníamos media
España cedida. La otra media era de las Órdenes Militares, obispos y congregaciones
monásticas, también exentos de tributos.
Total: que sí, que los “Grandes de España”
no sumaban más de 25, pero entre hidalgos, infanzones y clerecía varia, a los que
se unían los plebeyos enriquecidos que se compraban un título y salían de los
censos tributarios, aquí no pagaba ni el Tato.
Bueno, aquí sí pagaban los campesinos y orfebres urbanos. Los nobles tenían
prohibido desempeñar oficios “viles” (que eran los que tributaban) y hasta de
las finanzas y el comercio se ocupaban extranjeros (genoveses, alemanes y
flamencos) y judíos. ¡Es-pa-ña, Es-pa-ña, Es-pa-ña!
Las ideícas del
momento fueron las de las políticas monopolistas para recaudar más y las
proteccionistas de agrupar profesiones por gremios, cuando en Europa, éstas
últimas, estaban en crisis de modelo. Aplicándolas, se consiguió aumentar la
recaudación (hasta de la Mesta, gracias al Consulado de Burgos). Más lucrativa
resultó la idea de unir las Ordenas Militares a la Corona con lo que reportó
tierras (campesinos que pagaran tributos) y candidatos a labrarse[1] un
porvenir fuera de España; una España que no explotaba sus tierras (las malas,
por malas; y las buenas, por falta de riego) y con sueños de poder en Europa, que
necesitaba más y más parné. De vez en
cuando conviene ver en TVE la serie “Carlos,
Rey-Emperador” (ahora; on-line).
Cuando en 1493 el papa Alejandro
VI concedió el derecho a evangelizar en América, lo que de verdad hizo es decir
“ir a recaudar a costa de lo que sea”.
Es más, en 1501 cedió los diezmos que generaran y abrió la caja de los truenos,
porque América se vio como ungüento para nuestros males: minas de oro y plata
(al principio), y hasta haciendas para cultivar. Y una cosa clave: nunca interesó exterminar a la población
del Nuevo Mundo porque se la necesitaba para trabajar las minas y los campos.
Ya sé que suena duro, pero es verdad. Y con este argumento sobran todos.
El genial MINGOTE y el mestizaje |
Luego estaría, si se quiere,
que les llevamos todo lo malo que en enfermedades existían por aquí; y no por
allí. Vale: en apenas un siglo, cerca del 80% de la población indígena había
desaparecido, pero no fue algo
planificado, ni organizado.
Otro sí digo, considerando que,
lo de la bestialidad aplicada en algún momento va con la condición humana. Y
conocedores de todo bárbaro de los que habían pasado por la península, pues en
el ADN patrio del siglo XVI (y sucesivos) llevábamos aprendidas todas las
técnicas coactivas y generadoras de desmanes aprendidos desde que algunos “pueblos del mar” visitaron la vieja piel
de toro desde el Homo antecessor. No
hay que justificarlos, pero es que aquellos que fueron hicieron lo mismo que las demás potencias del momento, incluso que
las demás potencias anteriores en el tiempo -desde el Creciente Fértil para
acá-, a la hora de conquistar y mantener territorios. Es fácil y sencillo
reconocer y admitir que la colonización significó una marginación del
indigenismo americano. Pero hasta ahí. Era lo que se estilaba en el XVI… Y
estamos en el XXI. ¡Ah, carallo!
Ahora bien, colocarnos el sambenito
del exterminio y el etnocidio es pasarse varios pueblos aunque, a la vista de
los cifras uno, ante altas dosis de alcohol y mala condensada, pueda llegar a
esa malvada interpretación. Aquí la clave está en que la nobleza estaba
lista para empresas imperiales y buscar beneficios eventuales en la conquista
de América. Además, la orientación de nuestra economía hacia la ganadería
favorecía la expulsión de continuos excedentes de población agraria, ahora sin
empleo, que se unían a hidalgos hambrientos dispuestos a toda clase de
aventuras militares y coloniales que les aseguraran posición, hacienda y
beneficio. Y se fueron alumbrados con la filosofía del XVI.
Los deberes pendientes de otros no son cuestión mía. Hay que
tener mucho cuidado con lo que se lee; que algunos libros (y páginas web) las
carga el diablo.
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