La idea de una escolarización general de la población
nace con la premisa de implementar en la sociedad que las gentes dejaban de ser
súbditos, cosas del Antiguo Régimen, y pasaban a ser ciudadanos. Para ello era
necesaria -y convencidos estaban- la adquisición del sentimiento de ciudadano y
nada mejor para ello que adquirir conciencia de pueblo, además de matemáticas y
geografía, que eran las dos asignaturas básicas del avance, significaron
aquellos padres liberales de la patria.
La premisa fundamental era la implantación de una
enseñanza universal, laica, igualitaria, democrática, gratuita y científica a
través de la escuela pública.
Pero las bases del Antiguo Régimen era fuertes y controlaban
lo que entonces se llamaba educación popular. Y luego estaba la
Iglesia, en la que se había delegado buena parte de la fase de instrucción
desde tiempos pretéritos. Vamos, que hasta 1812 la instrucción en España fue asunto
eclesiástico tanto en responsabilidad, como en organización y cometidos; un monopolio.
Porque no sólo estaban los centros propios de la Iglesia, como fuentes de saber,
sino la implantación de un clero regular y secular que se dejaba sentir,
especialmente en zonas rurales, y el control ideológico de los textos en los
que estudiar.
El primer intento liberal fue el de secularizar la
educación; rescatarla de manos de la Iglesia. Y digo rescatar, porque nunca
aquellos liberales querían enfrentarse con la Iglesia. Aquellos liberales se
enfrentaban con buena parte del clero, que sí se sentirá agredido por la revolución
liberal hasta bien entrado el siglo XX.
Y antes de que me piten más los oídos, que aquí leemos
-y comemos- con los ojos y no con el cerebro, he escrito se-cu-la-ri-zar; no
laicizar la educación. Resulta que apartar la organización del estamento
religioso de la enseñanza es una cosa e independizar de la tutela eclesiástica
la educación es otra. Y esto hay que verlo con los ojos del XIX y de aquellos
liberales que querían iniciar un proceso de sistema público de educación. Por
aquellos días el laicismo no era una prioridad liberal y nadie dudaba de la
religión de la nación española.
Y un detallito de no menor importancia. Lo de la lengua.
Los liberales querían una lengua uniforme para la nación española. Aquello no tenía
nada que ver con imponer el castellano sobre las demás lenguas, sino
implementarla como sustitutiva del latín que era la lengua por antonomasia de la
cultura (hasta entonces, eclesiástica) y estaba muy ñoño estar de tertulia de
cafetín hablando en latín.
Y la preguntita: ¿cómo era la educación en el Antiguo
Régimen?
Pues estaba estamentalizada. Y lo estaba en función de
la pirámide social. Y la Iglesia detentaba un inmenso poder paralelo al real,
con base económica (tierras, inmuebles y diezmos) surgida del campesinado, al
que persuadían y dominaban. Incluso eran los ‘dueños’ del calendario (laboral y
de festivos) y la moral les acompañaba en lo de que imperaba en el país una vocación
de servir a Dios, al rey y a la
comunidad. Terreno abonado pues, hasta la irrupción liberal.
No había una estructura propiamente dicha en lo de la
educación más que en la Universidad, pero antes de llegar a ella había
centros de la Iglesia y antros de los ayuntamientos.
Cualquier autor que consultes habla de la precarización
de la enseñanza elemental, que estaba, además, al alcance de muy pocos.
La cúpula de la pirámide recurría a los preceptores, que impartían una
enseñanza personalizada y, claro está, desigual. Los que no podían pagarse un
preceptor, o leccionista, acudían a los centros de las órdenes
religiosas y de los ayuntamientos que podían. Jesuitas, escolapios, agustinos y
dominicos, principalmente, copaban las posibilidades y garantizaban una cierta
ortodoxia.
En las principales ciudades, los económicamente pudientes
acudían a las centros específicos de enseñanza de las órdenes religiosas y los
demás debían conformarse con los municipales que, por lo general, estaban
instalados en locales insalubres, regidos por docentes muy mal pagados y poco
preparados, integrantes todos ellos de la Hermandad de San Casiano (desde
1642 como gremio) que, a falta de centro de preparación de maestros de primeras
letras, expedía títulos a quien osara introducirse en el campo de la enseñanza.
No quiero recurrir a los dichos populares sobre la paga y el hambre de los maestros
decimonónicos y hasta bien entrado el siglo XX.
Lo que hoy conocemos como educación secundaria carecía
en el Antiguo Régimen de entidad y se centraba en preparar alumnos para las Universidades
a través de las llamadas Facultades Menores; superar los exámenes te llevaba a
las Facultades Mayores.
Sería injusto no citar aquí, en la ‘educación
secundaria’ las iniciativas de jesuitas y escolapios para la formación de
jóvenes en comercio e industria, el Colegio Imperial de Madrid y los Seminarios
de Nobles.
En Madrid está la calle de los Estudios. En 1567 se
construyó allí, en un lateral de la calle Toledo, la Casa de Estudios,
regida por la Compañía de Jesús y sostenida por la Villa de Madrid (como venía
haciendo con un casa de estudios desde 1346 a instancia del rey Alfonso X) dónde
hubo matrícula gratuita para ciertos estudios. En 1603, con un legado de María,
hija de Carlos I (V, de Alemania) y esposa de Maximiliano II, emperador del
Sacro Imperio, en el viejo terreno de la Casa de Estudios se construyó el Colegio
Imperial (ya se imaginan de donde le vino el nombre; como a la calle antes
citada). Los jesuitas siguieron al frente de la institución educativa hasta su
expulsión (1767), lo que llevó aparejado el cierre hasta que Carlos III (1770)
lo reabrió con 15 cátedras y biblioteca pública. La historia de este centro es
apasionante y se merece un Post por sí sola. El caso es que con el Plan Pidal
(1845) el Colegio Imperial pasó a ser el Instituto de Segunda Enseñanza San
Isidro, que aún hoy sigue su actividad docente… conveniente reformado desde
aquellos días.
Los Seminarios de Nobles sólo los citaré de
pasada porque eran un tanto elitistas. Como su nombre indica surgen a comienzos
del XVIII en Barcelona, Valencia y Madrid, a cargo de los jesuitas, para acoger
la enseñanza de nobles ya que los burgueses estaban accediendo a los habituales
centros de enseñanza de aquellos días. Cayeron en desuso cuando expulsaron a
los jesuitas (1767) pero Campomanes (1785) formuló un plan para su recuperación…
pero se quedó en nada por falta de fondos.
Los fondos fueron -y son- el gran problema de la
educación en la vieja piel de toro.
Finalmente y de pasada citaré a la Universidad por
ser el único estamento educativo que en España estaba organizado ‘desde
siempre’. Las universidades de la España del XIX habían sido fundadas en la
Edad Media y tenían planes de estudio (la mayoría obsoletos; pero los tenían),
profesores cualificados, enseñanzas vertebradas y prestigio por áreas. Obviamente
estaban dominadas por la Iglesia, por lo que Carlos III (rey entre 1759 y 1788)
había iniciado un programa de reformas. Todos podemos tener en mente las universidades
Pontificias de Comillas y Salamanca que estaban bajo la autoridad del Pontífice
de Roma.
Ya sé que dije de pasada, pero no puedo dejar escapar
la ocasión de citar los cuatro modelos universitarios de aquellos años. Estaría
el modelo claustral del medievo, donde Palencia quiere apuntarse el tanto de la
más antigua (1208) pero Salamanca (1218) sí exhibe título; el modelo colegial,
con estandartes como Alcalá de Henares, Sevilla o Santiago de Compostela; el
modelo conventual de los Jerónimos en El Escorial o los dominicos en Orihuela;
y el modelo municipal, propio del Reino de Aragón, con universidades mantenidas
por los ayuntamientos (y regidas por oligarquías locales, que no todo puede ser
hermoso) como Barcelona, Zaragoza y Valencia.
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