Uno de nuestros más brillantes ilustrados, el gijonés Baltasar
Melchor Gaspar María de Jovellanos (1744-1811) -además de teorizar mucho- puso
en práctica sus principios en el salmantino Colegio Imperial (de la Inmaculada
Concepción) de Calatrava (de la Orden Militar de Calatrava) o en la creación del
Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía (hoy, IES Jovellanos; uno de
los más antiguos de España). Pero lo más destacado es su Memoria sobre
Educación Pública donde apuesta por extender la educación a todo el solar
patrio. Y en plena Guerra de la Independencia (1811) presenta las Bases para
la formación de un Plan General de Instrucción Pública donde se contemplan
escuelas primarias gratuitas y la subordinación de todos los centros escolares,
incluso los seminarios eclesiásticos y los colegios privados, a la autoridad y vigilancia
del Gobierno.
Ahí centró Jovellanos un balón al área de la política educativa
que las Cortes de Cádiz remataron a gol. La constitución de 1812 legisló que la
responsabilidad única en materia educativa correspondía al Estado y que ya se podían
tomar medidas para la secularización de la enseñanza en España y la América que
era España. ‘La Pepa’ cimentó una enseñanza universal, programada,
financiada y controlada por el Estado, pública y gratuita, con un
articulado específico contemplado en el Título IX que obligaba a establecer escuelas
de primeras letras en todos los pueblos del Reino para que enseñen a leer y
escribir, lo elemental del cálculo matemático, el Catecismo de la religión
católica y las obligaciones civiles. Se creó la Dirección General de Estudios
para la inspección de un proceso que se fundamentaba en cuatro pilares:
universalidad, igualdad, uniformidad y libertad.
Nada más promulgarse la Constitución algunos diputados
liberales ven la necesidad de una Ley General de Instrucción Pública que
desarrollara y ampliara los principios constitucionales. En marzo de 1813 se
constituye una Junta de Instrucción Pública que encarga un informe sobre la
reforma general de la educación nacional. Redactado en apenas seis
meses, el informe fue elaborado en la ciudad de Cádiz y firmado el 9 de septiembre de
1813. Se conoce como Informe Quintana y fue redactado por los diputados
Martín González de Navas, José
de Vargas Ponce, Eugenio de Tapia, Diego Clemencín, Ramón Gil de la Cuadra y
Manuel José Quintana. No llegó a aplicarse, pero influirá.
Contemplaba seis premisas: igualdad de conocimientos,
universalidad en su implantación, uniformidad para garantizar una calidad de
enseñanza a todos los ciudadanos, titularidad pública, gratuidad en los tramos
obligatorios y libertad de elección, posibilitado la existencia de centros
privados. Había en aquel texto una confianza ciega en que la educación era el
principal elemento revolucionario para sacar al pueblo español de la ignorancia
en que nacía y que sería argumento de promoción social.
El Informe Quintana ya contempla la cuestión de
la Educación Secundaria y cifraba el coste de implantación del proyecto en 30.000
pesos fuertes (duros de la época) y que no he encontrado tabla de posible
equivalencia y conversión a euros para dar idea de la magnitud económica.
Y como somos como somos en la vieja piel de toro, el
11 de mayo de 1814, al grito de ¡Vivan las cadenas!, españolitos de a pie
desengancharon los caballos de la carroza de Fernando VII (El Deseado/El
Felón, se mire según el ángulo en que se mire) y tiraron de ella hasta el
Palacio Real. El episodio se cuenta de Madrid, pero parece que ocurrió en Aranjuez;
incluso hay que se lo apunta a Valencia.
Sea donde fuere que ocurriera -y que nos califica como
pueblo- el caso es que el 4 de mayo de 1814, Fernando VII había promulgado un
decreto, redactado por Juan Pérez Villamil y Miguel de Lardizábal, que restablecía
la monarquía absoluta y declaraba nula y sin efecto toda la obra de las Cortes
de Cádiz.
En Madrid, el camino lo allanó el capitán general de
Castilla la Nueva, Francisco de Eguía, quien preparó la llegada real a golpe de
arresto de liberales, de los miembros de Consejo de Regencia y de varios
ministros. Lo de Eguía fue un golpe de estado en toda regla, que se consumó en
la madrugada del 11 de mayo con la disolución de las Cortes.
Tras un paréntesis de seis año, en 1820 se restableció
la legalidad constitucional y las nuevas Cortes legislaron, de nuevo, sobre Enseñanza
y se aprobó el Reglamento General de Instrucción Pública (1821) que será
la primera ley educativa de España, consagrando una educación pública,
uniforme y gratuita y estableciendo la estructura de un sistema que tiene
tras de sí casi dos siglos: Primaria, Secundaria y Superior (si bien, todo hay
que decirlo, es lo mismo del Informe Quintana -y cuatro diputados
liberales más- de 1814).
En la Educación primaria, gratuita, se contemplaban
dos catecismos: uno de religión moral y otro político “explicativo de los
derechos y obligaciones ciudadanas”, junto a lectura, escritura y aritmética
elemental, en centros dependientes de ayuntamientos y diputaciones.
De nuevo los liberales no ponían trabas a la enseñanza
privada, otorgando máximo respeto a la libertad de elección, pero destacando que
el control era Estatal. En los centros de enseñanza superior ponían
quisquillosos sobre profesores y estudiantes, pero eso el de otro Post.
Concluyo hoy: el Reglamento de 1821 es fruto del Trienio
liberal (marzo 1820-septiembre de 1823) y en el ADN sumó el virus de la
radicalidad política que parece que sigue haciendo de las suyas en la vida nacional
desde entonces: la libertad de enseñanza se fue a convertir en principio
ideológico de un proyecto educativo nacional que no había nacido aún… y ahí
sigue. Y a ver quién le pone el cascabel al gato.
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