Vuelvo, aunque me tachen de cansino, a la cuestión de la
autoprotección, camuflando la idea con otro post sobre vacunas.
Con el bicho suelto y despendolado como tenemos al
SARS Cov-2 me imagino yo cómo estaría -a estas horas de la mañana, yo soy muy
de imaginar- Carlos IV (El Cazador, un Austria; 1748-1819) con la
cuestión de la viruela, el bicho de la antigüedad y de aquel momento.
Y si no el monarca en sí, que estaría cazando, lo mismo estaban
preocupados Floridablanca, Aranda, Saavedra, Urquijo y Godoy (sus primeros
ministros; en particular este último, cuando salía de sus quehaceres en la
alcoba de la Reina). Bueno, Carlos IV estaba por la labor porque una de sus
hijas, la infanta María Teresa, había fallecido de viruela (1794). Y cuando
Godoy le presentó la propuesta de Balmis vio el cielo abierto porque de América
venía un cacho grande del PIB patrio de aquellos días y allí también la viruela
hacía de las suyas.
La viruela, el garrotillo (difteria), el tifus
exantemático, la gripe y el sarampión tenían a la población -del XVIII, del XX
y del XX- bastante acojonada. Y aunque desde el siglo XI, se ha sabido no ha
mucho que, los chinos, muy localmente, efectuaban un tratamiento correcto
contra la viruela, en Europa -la variolización (inoculación de la
viruela)- no llegará hasta que la mujer del embajador del Reino Unido en
Constantinopla, Lady Mary Wortley Montagu, no la empieza a aplicar por
cuenta propia (1721). Luego llegaría el médico rural Edward Jenner quien,
tras 28 años de experimentar, anuncia (1798 con desarrollo clínico; aplicándola
desde 1796 de forma experimental) la primera vacuna contra la viruela, con
linfa de viruela; y es un alivio albión. El resto del mundo, a confiar
en que alguien tenga un amigo médico en Londres que le pase la linfa para
seguir el tratamiento en el país. Ahora mismo, a falta de amigo en Londres, los
rusos hackean lo que pueden de los que trabajan en las vacunas contra el
bicho Covid.
En Puigcerdá, en la gerundense Baja Cerdaña, el doctor Francesc
Pigillem i Verdaguer comienza a vacunar contra la viruela dos años después,
en 1.800, cuando un colega le pasa desde Francia, el producto de la investigación
de Jenner. En Barcelona, el doctor Francesc Salvà i Campillo,
prácticamente al mismo tiempo y con la misma fuente francesa, comienza a
vacunar también contra la viruela y con mejores resultados. Pero Salvà pasará a
la historia como físico, por sus trabajos sobre electricidad aplicada a la
telegrafía y por proponer el tendido de una línea telegráfica (submarina) entre
Alicante y Palma de Mallorca. Pero como siempre me pasa, eso es otra historia.
En 1801 ya tenemos referencias de tres mil vacunados en
España contra la viruela. Como se ve el buen funcionamiento de la vacuna y
Carlos IV sabe de su necesidad, se organiza la Real Expedición Marítima de la
Vacuna, dirigida por el alicantino Francisco Xavier Balmis -con otro
ilustre médico militar, José Salvany y la directora del orfanato
coruñés, María Zendal- que partió
del puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 rumbo a los territorios
españoles de Ultramar. La expedición consiguió llevar la vacuna hasta las islas
Canarias, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Nueva España, cruzar el Pacífico
hasta las Filipinas (1805) y, desde allí y tras solicitar permiso, llevarla
hasta Macao (China). Y en su viaje de regreso a España, por el Atlántico,
Balmis recaló en la isla británica de Santa Elena (a 1.800 km de las costas
africanas de Angola, donde terminaría exiliado Napoleón) y convenció a las
autoridades británicas (del penal; que más que isla era un penal) de aplicar su
vacuna, que desde la metrópolis nunca les había hecho llegar.
Jenner el inventor de la vacuna, conocedor de la acción de
Balmis, dejó escrito: “No puedo imaginar que en los anales de la
Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que
este”.
Por fin el mundo tenía una vacuna contra una enfermedad. ¡Albricias!
(que desde tiempos de los romanos no se echan sobre el portador de una buena
noticia).
Un logro, sin lugar a dudas. Pero de forma paralela al
desarrollo de las vacunas fueron apareciendo, ya en el XVIII, los detractores
de las mismas y de la vacunación. ¿Por qué había que infectar a las personas
cuando las enfermedades actúan de regulador biológico natural sobre la
población?; el “está de Dios”.
Había entonces mucho antivacunas; tantos como insensatos hay
hoy con lo de eludir la autoprotección.
Pero en la primera guerra de los Boers (Sudáfrica: el Imperio
británico contra los colonos neerlandeses, 1880-1881) se desencadenó un
episodio de tifus (producido por una bacteria que está en las heces de los
piojos; que tiene narices la cosa: no el piojo, sino la mierda del piojo). La
Armada imperial británica se negaba a vacunar a su personal… pero tras 58.000 casos
y 9.000 muertos, la vacunación fue obligatoria.
Si es que a caídas se aprende a jinete.
Pero lo realmente duro es que si no hay muchos muertos en un
colectivo, nos lo tomamos a pitorreo. Y, la pregunta: ¿cuántos son ‘muchos’
muertos? Para mí, esa cantidad es como la del Gior: un poco, basta.
Mañana dominical que es, dándole al Cynar (que es a base de
alcachofas y entra bien), he estado repensando mi cartilla de vacunación,
alojada en la neurona 35, tan vaga como la 33; o más. Creo que desde el setenta
y poco no me han vacunado de nada. Aquello fue contra el cólera; lo recuerdo
vagamente.
Cólera: enfermedad infecto-contagiosa intestinal aguda que
te deshidrata. Vamos, irte de vareta por el excusado. Aún hoy (datos de 2019)
se producen más de 140.000 de muertes al año por diarrea. Pero como tenemos el
fortasec de marras y bebemos agua mineral embotellada…
Pues la primera vacuna contra el cólera fue española. En la
gran epidemia de 1885 en estas tierras surestinas, en cuanto había un portador
del bacilo Vibrio cholerae, resultaba que els fematers, que
trasladaban las deyecciones de los enfermos portadores, y els aiguadors,
que abastecían de agua a la población, actuaban como transmisores hasta que el
doctor Jaume Ferran i Cluà y su vacuna acabaron con la epidemia. Bueno,
Ferran tuvo que salir por piernas de La Safor y Valencia porque los efectos no
eran tan inmediatos. Pero la vacuna funcionó y hoy recordamos a Ferran i Cluà
(que es uno y no dos).
Pero hasta que llegaba la vacuna, lo que funcionaba era la autoprotección.
Y hasta bien entrado el siglo XX era el bando del alcalde de turno lo mejor en autoprotección:
“De orden del señor Alcalde, se hace saber: que el agua para beber deberá
hervirse durante VEINTE MINUTOS y añadir a cada litro DOS GOTAS DE AGUA DE
LEJÍA. Igualmente para usos domésticos. También se recomienda la lucha con
insecticidas contra moscas y mosquitos y toda clase de parásitos. Si se
consumen frutas y hortalizas, deben pelarse las primeras y lavarse
abundantemente con agua de la misma que se utilice para beber. Para que la
lejía actúe hay que esperar dos horas después de añadida al agua”.
Y la gente hervía el agua como medida de autoprotección; lo
mismo que ahora se pide -bueno, ya se exige- la mascarilla y guardar la
distancia de seguridad. Vale que el cólera aquel no es el coronavirus de hoy;
pero la gente la palmaba igual. Y los muertos pesan.
En España, con la ley de Bases de Sanidad de 1944, se
declaró obligatoria la vacunación (viruela y difteria) y comenzaron las campaña
en focos. Los programas nacionales de vacunación se iniciaron en 1963 con campañas
masivas dirigidas a la población infantil entre 2 meses y 7 años. De inmediato,
un descenso drástico de la incidencia de casos y víctimas. A partir de 1975 se implantarán
calendarios de vacunación (infantil), lo que llevó a una reducción progresiva
de la incidencia.
Sí, la vacuna es la solución. Pero mientras llega,
autoprotección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario