Destino fue un
semanario fundado en Burgos, en mayo de 1937. Ya el mismo nombre lo decía todo:
Destino.
Portada del nº 1201 del Semanario DESTINO |
Se inspiraba en la frase de José Antonio Primo de Rivera “España, unidad de destino en lo universal”.
Destino; ahí es nada. Dos intelectuales catalanes vinculados
a Falange y afines a la causa nacional lo pusieron en marcha, y la intelectualidad
catalana lo tomó como enseña. Tanto, tanto, que en acabar la contienda (1939)
la cabecera marchó a Barcelona. Al poco, Josep
Pla tomó la batuta y, la verdad, comenzó toda una larga y fecunda segunda
etapa -que acabó, como el semanario, en 1980, cuando era ya propiedad de un
grupo liderado por Jordi Pujol (desde 1975)- en que Destino fue un referente liberal de intelectuales no
franquistas y un baluarte de la llamada resistencia intelectual.
Uno de aquellos intelectuales que publicaba en Destino su Postal
de Valencia fue Joan Fuster,
el abogado suecano que fue figura clave del nacionalismo valenciano. Nadie va a
poner hoy en día, ni entonces, la talla literaria del autor (en entras muchas
obras) de Nosaltres, els valencians. De Fuster decía Pla que “No es un valenciano estricto, ni un catalán
de Valencia, ni un valenciano catalanizado”. Un poco antes de escribir
sobre Benidorm había publicado Fuster su Presència valenciana donde reclamaba
la catalanidad de los valencianos y provocó incluso la respuesta del Grup Torre
-que estaba en franca confrontación literaria con Lo Rat Penat
(anticatalanistas)- y que inicia el capítulo de los Països Catalans (que
defendía Fuster) frente al de Comunitat Catalànica (que pretendían los del Grup
Torre porque defendían el fet diferencial valencià)… pero eso es otra historia.
Pero volvamos a Joan Fuster. Resulta que el 13 de agosto de 1960, en el número 1201 de Destino, apareció una Postal Valenciana –como siempre, firmada Fuster-
que bajo el título Benidorm: parada y
fonda señalaba su dedicación turística ya en aquellos días y que,
considero, merece la pena recordar hoy… 54 años y 4 meses después.
Decía Fuster…
El caso de Benidorm es ejemplar. Admira comprobar la rapidez, la
limpieza y el aplomo con que la gente de este bello lugar del sur valenciano ha
realizado la tarea de convertir un paraje agrario absolutamente mediocre, en
una feliz oportunidad de turismo veraniego. Benidorm pertenece a una de las
zonas más áridas de nuestro litoral. Como en tantas poblaciones de la provincia
de Alicante, la sequía endémica nunca permitió a sus habitantes el modesto
desahogo de un “ir tirando” apacible. La tierra sedienta, irremediablemente
sedienta, no daba para mucho. Y la pesca, el trabajo del mar, tampoco parece
ser que rindiese beneficios excesivos. Con una economía tan precaria, se
comprende que Benidorm fuese un pueblo condenado a la más rica atonía. Su
vecindario emigraba. Un día había contado con siete u ocho mil almas: de esa
cifra llegó a bajar a las dos mil, y creo que el dato en sí, mondo y lirondo,
revela el drama local. Pero alguien, hace tiempo, descubrió que existía una
opción por explotar para los benidormenses: la playa, el clima, la
hospitalidad. El negocio podía ser salvador y así ha sido.
No sé exactamente desde cuando marcha la cosa. No es de hace cuatro
días, desde luego. Ya Gabriel Miró, que había tomado el paisaje y el ambiente
de la Marina valenciana como tema de sus almibarados encajes verbales, se había
lamentado de la “turistificación” de Benidorm, y el autor de ‘Años y Leguas’
murió en 1930. Don Gabriel era más sensible a los encantos plásticos de la
naturaleza que a los agobios materiales de los paisanos: el Benidorm letárgico,
patriarcal, pescador y labrantín vegetando entre rocas peladas y olas avaras,
tenía para él una fascinación deliciosa y sedante; la invasión de forasteros
dedicados al baño y al reposo de lujo, no le gustó, decididamente. “La
felicidad y la inocencia se han perdido”, escribía. Pero es más que probable
que la gente de Benidorm pensase de modo muy distinto. La afluencia progresiva
de veraneantes opulentos les brindaba una forma imprevista de ganar algunos
“cuartos”. Y los benidormenses han hecho todo cuanto estaba de su parte para
que el crédito turístico de su pueblo prospere de día en día.
Ignoro si la esplendorosa industria hotelera del Benidorm actual se
debe a la exclusiva iniciativa -idea capital- indígena. Pero aunque así no
fuere, el vecindario entero tenía que beneficiarse de un modo u otro del auge
de sus hoteles y del tráfico de la clientela. Basta darse una vuelta por las
calles de la población para darse cuenta de ello. El aire cosmopolita de los
transeúntes explica, sin duda, un importante movimiento en las diferentes e
insospechadas ramas del comercio. Bares, pensiones, residencias y otros establecimientos
vinculados a la nutrición y al refugio de los forasteros, se multiplican con
evidente justificación. Y no digamos ya la parte de la playa, donde los grandes
hoteles, las villas de personas pudientes y los restoranes finos, se alternan
en una deslumbrante opulencia. Benidorm es la playa más animada de todo el país
valenciano. Ha superado, y con creces, al mismísimo y vecino Alicante, presunta
“playa de Madrid” y feudo caciquil de don José Canalejas, que en paz descanse.
Alicante, en este aspecto, se sobrevive; Benidorm está en su plenitud, y hasta
se diría que lleva camino de aumentar su éxito cada vez más.
Hay que reconocer que no todo es cuestión de dones naturales. El sitio,
ya lo diré, es bonito; la temperatura, agradable; el mar, bonanzón y tentador.
Pero eso ocurre también en muchos otros lugares de nuestra costa que se
quedaron, y se quedarán para siempre, en cita de veraneos comarcales. Si
Benidorm dio el gran salto hacia la clientela políglota y remuneradora, se debe
a que se ha puesto un gran tacto y una hábil inteligencia para conseguirla. Los
“managers· de la aventura turística de Benidorm saben lo que se hace, y no
cesan de promover eficaces trucos propagandísticos que proyecten sobre el
nombre de su pueblo una importante expectación. Se podrían citar alguno de
ellos, muestra ingeniosa de eficiencia comercial. Baste recordar el más
reciente: ese Festival de la Canción, que reúne por unos días en torno a
Benidorm, la atención de grandes masas de aficionados al bolero y al cha-cha-chá.
El tipo de cantables en cuestión es verdaderamente lastimoso -piénsese en el “Telegrama” (“¡Ya
lo sabía, ya lo sabía!”) del año pasado-; pero la ola de popularidad que el
certamen despierta, resulta indiscutiblemente provechosa para el prestigio
turístico de Benidorm. Los ilustrados y benéficos señores de Sociedad Económica
de Amigos del País, si levantasen la cabeza de su sepulcro dieciochesco,
aprobarían el festival.
Pese al trasiego de los extranjeros y de subsecretarios, que dan vida a
la contabilidad de los hoteles, Benidorm ha sabido preservarse en su clara
autenticidad de pueblo valenciano. Eso es importante. El turismo suele tener la
pega de inducir a la despersonalización a las poblaciones que suelen vivir de
él. Por servilismo o por mimetismo, los autóctonos tienden a desvirtuarse en sí
mismos, como si por eso el negocio fuese a rendir más. Afortunadamente Benidorm
no ha llegado a contaminarse. Es más, parece que hasta se haya intentado hacer
algo para resaltar ante los ojos foráneos, el irreductible carácter original de
su gente.
Un gesto simpático, pero a la vez listo y sabio, de las autoridades
locales ha sido el de restaurar en los rótulos de las esquinas los nombres
típicos de las calles en la lengua del país. El hecho, a simple vista, no tiene
trascendencia, pero en el fondo, sí. Es como una afirmación de personalidad, de
finalidad a ellos mismos, que los vecinos de Benidorm han hecho. La mirada
curiosa de tanta señora y señorita de ropas internacionalmente breves, de tanto
caballero anglosajón o germánico (o quizás carpetovetónico), chocará con las
inscripciones vernáculas, y no podrán dejar de hacerse algunas preguntas; la
respuesta debida será, necesariamente, la de la profunda autenticidad, intacta
y sólida del alma y la tierra de Benidorm.
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