Leyendo “Aproximación
a la Hª del Turismo en el Reino Unido, siglos XVIII-XX”, de John K. Walton (U. Central Lancashire) me
he tropezado con la manida y problemática distinción
entre viajeros, turistas y excursionistas (travellers, tourist, trippers)
que en los años 80 y 90 del pasado siglo inundaban las disquisiciones
académicas -y profanas- en nuestro país sobre “las clases” de turistas.
Y eso me ha llevado hasta el sociólogo francés Pierre Bourdieu, un “sociólogo de nuestro tiempo” que estudió
los mecanismos de reproducción de las jerarquías sociales y llevó su análisis a
todos los campos. Y entre ellos, al turismo, incluyendo la Teoría de la Acción,
la Teoría de los Campos y el concepto “hábito” que tanta fama le dio; incluso
esa frase que le he encontrado: “En el origen de la mayor parte de las
fotografías están la familia y el turismo”. No sufrió Bourdieu el
impacto del Facebook (todo quisque “colgando”
fotos), pero la frase, reconozcámoslo, no tiene desperdicio.
Bueno, pues a lo que íbamos; que me pierdo.
El concepto de “distinción”
entre viajeros, turistas y excursionistas (travellers, tourist, trippers)
se remonta a las obras de Pierre Bourdieu, analizando el consumo francés a
fines de los años sesenta del siglo XX, pero quizás la elaboración más
influyente para esta historiografía, señala Walton, ha sido la del
norteamericano James Buzard buceando
en la literatura británica y en su análisis de la novela victoriana de Dickens
y coetáneos, plasmado inmejorablemente en “The Beaten Track: European Tourism,
Literature and The Ways to ‘Culture’: 1800-1918”/El circuito Turístico: Turismo europeo, Literatura y las maneras de ‘Cultura’;
1800-1918” (Oxford, 1993) donde parece que se aclara todo.
Resulta que su
encarnación turística este concepto -viajeros,
turistas y excursionistas- se origina en los prejuicios de la aristocracia y, más tarde, de las nuevas clases
adineradas del Reino Unido hacia las gentes menos pudientes que llegaron a compartir
con ellas los espacios hasta entonces exclusivos, bien fuera una playa inglesa
(porque a los ingleses les dio muy pronto por ir a las playas… que debió ser
cosa de un cambio climático a comienzos del XVIII; incluso de la manía higienista),
bien fuera un museo de bellas artes en Italia (menos).
La aristocracia británica (y las clases adineradas de la
pérfida Albión) manifestaban un desprecio absoluto hacia la presunta falta de
educación y de “capital cultural” (la
célebre aportación al tema de Bourdieu) de los recién llegados -ahorradores que
podían permitirse aquellos lujos-, acusándoles de pasar rápidamente por los
sitios históricos y de moda, guía en mano, no entendiendo realmente lo que
miraban por no haber experimentado la duradera instrucción clásica del gran
señor y del caballero, como mantiene Buzard y que ya “denunciara” John Pemble en su “The Mediterranean Passion:
Victorians and Edwardians in the South/La pasión mediterránea: victorianos y eduardianos en el Sur”
(Premio Wolfson 1987; Faber & Faber). Este profesor de Historia Moderna en
la Universidad de Bristol lo tiene más claro que nadie.
Según toda esta gente, especialmente Pemble, los viajeros (travellers) eran los de la
aristocracia y la alta burguesía británicas que disponían de la formación
cultural suficiente y el capital económico para permitirse el ocioso trance que
les posibilitaba hacer viajes largos que les abrían oportunidades para explorar,
elegir y entender todo lo que había en los lugares a los que viajaban. En
un segundo nivel estaban los burgueses
adinerados (tourist); sí, tenían el dinero suficiente y lograban el tiempo de
ocio necesario para viajes -mucho más rápidos que los anteriores-, pero que carecían
de su educación, con lo que miraban y experimentaban las cosas que les mostraba
una creciente industria del turismo sin relajarse en su disfrute como lo hacían
los primeros. Estos eran calificados de meros “turistas”. Finalmente
estaban los integrantes de la pequeña
burguesía, e incluso de la clase obrera cualificada, que sabían ahorrar dinero
para pasar un día o un fin de semana en un lugar de esparcimiento; para ellos
reservan la palabra “tripper” (excursionista), casi despectivo, para calificar
a esa grey ruidosa, borracha e inmoral que ni mira ni contempla y sólo busca
disfrutar el momento y el lugar, a su modo. Esa calificación y la reseña “británica”
me suena a muy moderna; ¿a ustedes no?
Y así, resulta que estos discursos -o maneras de calificar-,
que nacieron en el siglo XIX, se mantuvieron y afectaron a la política de
muchos balnearios -y de otros sitios ingleses de vacaciones, incluso parecidos-
que deseaban rechazar a los excursionistas (trippers), pero que no podían
excluirles, ya que necesitaban su dinero constante y continuado. ¿Esto también
les suena, no?
Y en esas que Walton sugiere que “Gran Bretaña no sólo dio al mundo el deporte del fútbol, sino también las vacaciones a orillas del mar,
dos de las más difundidas invenciones culturales del mundo contemporáneo”.
Y a ver quién se lo rebate.
Fue en Inglaterra donde se produjo el primer desarrollo de
la ciudad especializada en baños de mar: Brighton
fue casi la capital de verano del Reino Unido a partir de 1780.
Pero no olvidemos que Margate
(el pueblín de pescadores cuyas
playas captaron las vacaciones de mar desde 1735) fue el centro de vacaciones
de playa de “los plebeyos” de Londres por antonomasia, sin olvidar a Scarborough y a su vecina Whitby disputándose, las cuatro y cada
una en su nivel, el título dieciochesco de primera
ciudad turística de baños marítimos del Mundo (moderno) en las frías aguas
del Mar del Norte, estas tres últimas.
Famosas aún son, en el recuerdo, las “máquinas de baño” de
Margate (como las de Brighton y los demás sitios de baños de mar)… que no son
más que nuestras “casetas de baño” que no eran más que un carro, tirado por
caballería (allí, y vacas aquí), que introducía el conjunto balneario sobre
ruedas en el mar; la altura de las ruedas del carro permitía una buena entrada
marítima. Vamos, que se perdían el inicial chapoteo en la orilla o la
carrerilla hasta poder mojarnos medio cuerpo al menos. El carro estaba cubierto
(madera y telas) para que en su interior se cambiaran los bañistas (lejos de
miradas indiscretas) y disponía de escalera para “bajar al mar”. Hasta existía
la figura del bañero (y la bañera), persona a sueldo que les ayudaba a bajar de
la caseta o les daba la mano en el agua. Los “dippers” británicos eran
los ayudantes del bañero y eran los encargados de empujar las “máquinas de baño”
cuando se pensó que meter las caballerías en las playas y en la orilla del mar
no era lo más higiénico.
En defensa de los trippers diré que lo suyo no estaba
mal -las escapadas de fin de semana a la playa- pues la práctica médica
aconsejaba, hasta bien entrado el siglo XX, no tomar más de 9 baños de mar en todo el verano… porque
desgastaban mucho.
Ah, de lo de tomar el sol… ni les cuento. Los baños de mar
eran saludables: pero los de sol, contraproducentes... llegando a perjudicar la
piel.
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