Como no hay día sin polémica, ahora me llega la del Escudo “ofisià” de Benidorm. Siempre hay quien quiere
ser más papista que el Papa y surgen estas cosas.
Faustino
Menénez-Pidal lo explicó en su día:
las armerías correspondían a los combatientes y quien no combatía… armas
no tenía. Dicho esto; fin del tema.
Pero en el siglo XII se puso de moda el otorgar armas de señorío a quien no tomaba
parte en hazañas bélicas. Don Faustino contaba que entonces “clérigos,
mujeres, comunidades religiosas y hasta concejos municipales comenzaron a tener
las suyas”. Pero hasta entonces, los burgos, a lo más que aspiraban era
a tener sigillum (el poder usar sello), aunque a partir de
entonces alguno se apuntó a lo de la heráldica.
Resulta que cuando un núcleo habitado conseguía allá por la Baja
Edad Media sus fueros (que no fueron
tantos lo que lo consiguieron) o algún reconocimiento
por alguna causa muy especial que placiera al Rey, se le concedía el privilegio
del sigillum
y hasta algún garabato heráldico orlado. Todos preferían el sello (el sigillum) porque era el símbolo de la autonomía del municipio
en cuestión. Los primitivos sigillum no eran más que un signo gráfico; lo que hoy sería el
anagrama -el ‘logotipo’- de una entidad, una marca o una corporación. Vamos,
como la por mí denostada moderna B de Benidorm.
Y con el sigillum lo mismo se certificaba un
documento que se marcaba una piedra para significar la propiedad municipal.
Algunos municipios consiguieron el privilegio de añadir las
armas reales (incluso las imperiales) o detalles regios al sigillum y poco a poco lo
fuimos complicando. Pero esto lo podían hacer unos muy pocos municipios, villas
y lugares; una gota de agua en la inmensidad del océano de la heráldica.
Pero en siglo XIX, tras la desaparición de los Señoríos (1837),
la cosa se desmadró. Todo pueblo reclamaba su escudo una vez que la legislación
del momento se centró en la regulación del uso del sigillum municipal (el
sello municipal; Órdenes Ministeriales del 16 de julio de 1840 y del 30 de
Agosto de 1876). Es terriblemente machacona la insistencia (y obviamente la
indolencia de muchos municipios que no respondían) del Ministerio de la Gobernación a lo largo de la segunda mitad del XIX
exigiendo a toda entidad su sigillum. También les pedían la
explicación del origen del mismo… y ahí había desbandada total. Muchísimos ayuntamientos
de entonces desconocían el origen de los sigillum utilizados desde, para
ellos, tiempos inmemoriales y analizando la documentación muchos fabularon
enfermizamente sobre los símbolos de su sello municipal; incluso con el
presunto escudo. Es que muchísimos municipios no tenían ni sigillum. Imagínense
escudo.
Para complicar la cosa, en la última década del XIX entró en
vigor la obligatoriedad de timbrar los documentos
municipales “con las armas de la Corporación que los despache”. La respuesta
fue inmediata y unánime: se propuso a los concejos que no tuviera de antes sigillum
-o escudo propio- que adoptaran como nuevo sello el de las Armas de España y que cada uno le colocara la leyenda que creyera
oportuna. Algunos ayuntamientos optaron por indagar en sus orígenes y
documentar su propuesta, mientras que los más se ciñeron en reflejar las
producciones del lugar en una España eminentemente primaria o con pequeños
destellos de industrialización. No faltó alusión pictográfica al santo patrono del
lugar y a las armerías nobiliarias de antiguos señores, olvidando las aventuras
del linaje y los sucesivos cambios de titularidad del lugar, a la hora de atender
las propuestas de un secretario municipal con ilusiones de grandeza y una
legión de vendedores de sellos de caucho
(coincidió con la eclosión de esa “herramienta” administrativa, una vez que
Goodyear patentara la vulcanización en 1884) que recorrían España ilustrando
las ensoñaciones de hidalguía de muchos, al tiempo que las plasmaban en
modernos sigillum.
Aparecieron entonces numerosos sellos, que terminaron en
escudos, con castillos, torres, árboles, leones, santos, flores, puentes, fuentes,
águilas y cualesquiera otras figuras que fueran citadas en una charleta de casino entre el dibujante de
la fábrica de sellos de caucho y las fuerzas vivas del lugar. Todo eso choca
con la primera base fundamental de la Heráldica, como explicara en su día -criticando
todo esto (1985)-, Vicente de Cadenas
-que fuera Cronista de Armas del Reino de España-: las idealizaciones no responden a la heráldica. Pasa lo mismo con
las banderas, pero no vamos a entrar ahora en la vexilología para no llevarnos más de un chasco… porque, salvo
excepcionales excepciones, el rey autorizaba a usar el vexilium nostrum (nuestra bandera, la bandera real) y no otra.
Ya en el siglo XX, el
23 de marzo de 1956 tirón de orejas a los ayuntamientos retrasados en esto
de la ‘heráldica municipal’: se ordenó la “rehabilitación y adopción de armas
claramente distintivas que permitan la diferenciación”… atendiendo a lo
preceptuado en el Reglamento de 11 de
mayo de 1952 de “restablecer la antiquísima costumbre del
empleo de Armas por los Concejos y Villas” que se iba cumpliendo muy
lentamente. Y aquí ya se rompieron todas las reglas del juego, y de la
heráldica. Desde 1952 todos los municipios habidos y por haber en la vieja piel
de toro (islas adyacentes y plazas y territorios de soberanía) fueron definiendo
sus escudos con mayor o menor fortuna. Conocí a uno de aquellos “ilustres”
investigadores que amparándose en el Instituto
Salazar y Castro (del CSIC) recorrieron España inventando escudos para quien no lo tenía.
No sé de cuando es el escudo de Benidorm, ni entiendo la
iniciativa de Compromís. Benidorm tiene su sigillum y su escudo y no hay por
qué enmendar la plana. Que es del XIX; que es del XX… ¿Qué más da? Representa
lo que representa: Benidorm.
Animo a los investigadores a comprobar si el sigillum
de Benidorm está -o no- en la Colección
de Sigilografía del Archivo Histórico Nacional y a certificar que figura -o
no- en el Diccionario de Madoz. Si no está, es que no lo tenía antes
del XIX. Si tampoco aparece en la Espasa
Calpe de Piferrer es que ni sigillum,
ni escudo, ni gaitas, ni leches. Lo tenemos ahora, pues bien. Lo quieren
cambiar, pues mal. Solamente si en él
figura “un disparate histórico” es
legalmente impugnable. Y cono no es el caso, pues sigamos con él.
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