Los antiguos,
que conocían bien el comportamiento climático estacional del Mediterráneo, a
efectos de navegación, dividían el año en dos épocas: la época apropiada, el mare
apertum, y la época en la que la navegación no estaba prohibida pero se
intentaba evitar a menos que fuese imprescindible, el mare clausum. Así pues, la
navegación antigua se desarrollaba básicamente en primavera y verano (mare apertum).
Las indicaciones
más precisas sobre la estación navegable proceden de Hesíodo (619-694) quien nos señala el otoño/ invierno como una mala
época para la navegación y sobre la primavera hace unas advertencias de índole
general, y sólo el verano lo señala como
la época del año idónea para la navegación y, en concreto, reduce la
temporada óptima a los 50 días que preceden a la caída de las Pléyades, es
decir desde fines de julio a mediados de septiembre.
Otros
investigadores, aún partiendo de las indicaciones de Hesíodo, estiman que la
temporada real debía alargarse algo más, entre la primavera y el otoño, es
decir entre abril y octubre.
Mucho respeto le
tenían al Mediterráneo. Así, Andrea
Doria (1466-1560), el almirante italiano al servicio de Carlos I, decía que
“en el Mediterráneo hay tres puertos
seguros: Cartagena, junio y julio”.
Y ello a pesar
de que el Mediterráneo ha ofrecido, y ofrece, grandes facilidades a los marinos
para orientarse al ser un mar con elevadas montañas costeras y numerosas islas
montañosas que han servido de puntos de referencia a los navegantes en los días
de gran visibilidad, los más frecuentes en este mar. Con buen tiempo, eran muy escasos los trayectos en los que no se
avistaba tierra.
Sin embargo, la
irregularidad de los vientos en el Mediterráneo ha dificultado la navegación y
ha condicionado un mayor uso de las embarcaciones con remos, apoyándose en las
corrientes. En la navegación regional, con singladuras relativamente cortas, el
correcto conocimiento de las referencias costeras juega un papel muy importante
en la orientación. Seguramente la
fundación de santuarios costeros en lugares referenciales para el marino pudo
tener, entre otros fines, la de constituir marcadores relevantes de rutas.
La documentación
más antigua, tanto literaria como iconográfica, sobre la orientación de los
marinos nos remite reiteradamente al vuelo
de las de aves. En realidad, más que un sistema de validez universal para
orientarse con respecto a los puntos cardinales, la práctica de soltar aves
desde los navíos permitía conocer la dirección en la que se localizaba la costa
más cercana, como narró Plinio El Viejo.
A comienzos del primer milenio a.C. se
generaliza en el Mediterráneo oriental la navegación con orientación
astronómica. Sus inicios
son difíciles de fijar, sin embargo, los propios griegos atribuían la
innovación de la orientación astronómica a los fenicios y así la estrella polar era conocida entre los
helenos como phoeniké (la estrella
fenicia), lo que parece poner de manifiesto que estos, los fenicios,
desarrollaron con anterioridad a los griegos una orientación astronómica, tal
vez con conocimientos adquiridos en sus contactos con los egipcios del Tercer Milenio y, desde luego, con Mesopotamia.
Antes de la
llegada de la brújula a los bajeles
que navegaban por estas costas, la orientación se realizaba por la posición del
Sol y las referencias de los
accidentes geográficos (por aquí, Mongó, Bernia, Puig Campana, Aitana, Maigmó,
etc.). Al caer la noche, la orientación
sólo provenía de la observación de la estrella Polar, en la Osa Mayor -la Estrella Fenicia-,
pero la posición no se podía determinar sin referencia costanera. Hay quien
dice que el Calculador Astronómico de
Antikitera servía a estos cometidos de navegación nocturna. Sin lugar a
dudas, el kamal[1]
árabe sirvió, pero algún tiempo después.
Calculador Astronómico de Antikitera |
Por necesidad, los romanos sembraron de
faros el litoral mediterráneo.
De muchos de ellos tenemos noticias por restos arqueológicos que desvelan su
emplazamiento, o por autores que mencionan su existencia. Tito Livio (59 a .C
– 17 d.C.; Libro XXVIII) relata la existencia de innumerables torreones en las
costas de Hispania que tanto servían de atalayas de señales como de refugio y
defensa contra ladrones. Muchos eran ocasionales (una estructura provisional),
otros estaban junto a templos en lugares estratégicos. Pomponio Mela (siglo I a.C.) y Estrabón
(63 a .C.
– 19 d.C.) referencian varias faros de obra en nuestras costas alicantinas. Algunos autores otorgan origen romano a los
fundamentos del Faro de Santa Pola.
Con la caída del
imperio romano el comercio marítimo se paralizó y los países se aprestaron más
a la guerra que al desarrollo social y económico. La irrupción del Islam en la
península, ya que controlaban el norte de África, recuperó la tradición
marinera. Como auxilio de los navegantes dispusieron y mejoraron, a lo largo de
la línea de costa, las viejas atalayas, y construyeron más, en las que por la
noche se encendían fuegos que les servían de orientación.
La tradición
ptolemaica se recupera en Oriente en el siglo IX y se analiza críticamente. En
cambio, en Occidente se pierde hasta que los sabios andalusíes la difunden en
el siglo X.
Gracias a las tablas
astronómicas y los almanaques, los marinos árabes medievales podían conocer la
longitud del Sol en una fecha dada; les bastaba, entonces, con calcular la
altura del sol a su paso por el meridiano (operación que realizaban con la
ayuda de un astrolabio o un simple cuadrante) para determinar así la latitud en
la que se encontraban.
Las tablas de declinaciones solares ya
existían en al-Andalus desde el siglo XII, como las elaboradas por Ibn al-Kammad, que fueron utilizadas
por Cristóbal Colón.
Desde el siglo XI los marinos árabes
utilizan la aguja imantada para guiarse, aunque la declinación magnética no se
utilizara hasta el XV[2] y
desarrollan las primeras, y precarias, redes de faros portuarios, como el de
Denia, y fuegos significativos en la costa para alertar de peligros como
escollos y bajos. El califato de Córdoba estableció para el Mediterráneo un
sistema portuario basado en tres ciudades arsenales; Almería, Denia y Tortosa,
que tuvo dos siglos de vigencia. Y con ellas, sus faros.
[1] Sencillo instrumento de origen árabe que servía para medir
la altura de los astros sobre el horizonte. Consistía en una tablilla perforada
en su centro con un agujero por donde pasaba un cordel anudado que el observador
sujetaba entre los dientes; cada nudo corresponde a 1º de Longitud
[2] LINAGE,
A. y GONZÁLEZ BUEN,. A,: Historia de
la ciencia y de la técnica. El occidente medieval cristiano. Akal. Madrid,
1992, p. 23: y Fernando GIRÓN: Historia de Ia ciencia y de la técnica. Oriente
islámico medieval, Akal. Madrid, 1994, p. 54.
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