A los pies del Cavall Verd, donde moraba Ezme -la bruja de Laguar-, en el Pla de
Petracos, terminó en 1609, sostengo yo, la Reconquista, con la derrota y
expulsión de los moriscos. Andábamos a la greña con ellos, siglos ha, y menos
mal, ellos siempre salían perdiendo. Por ejemplo: unas décadas antes, un 18 de
agosto de 1521, los agermanados, en el castillo de Polop, degollaron, tras
bautizarlos -¡faltaría más!- a más de 800. Alianza de incivilizados.
Bueno, pues fue expulsar a los moriscos… y nos
fuimos al garete económico y social en estas tierras. No es que antes nos
hubiera ido mejor, pero…
Toda la comarca de La Marina (Alta y Baja) era
zona morisca. Sólo las villas, y por villa entiendan que sólo entraban en esa
categoría poblacional Altea, La Vila, Calpe, Callosa, Polop y Teulada, tenían
más cristianos viejos que moriscos. El resto… ni les cuento.
La comarca sufrió tal despoblación a partir de
1609 -que es cuando empezamos a anotar a la gente que nace, vive y se muere…
más que nada para controlar y que pagaran impuestos- que un siglo después aún
no nos habíamos rehecho de la debacle. La recesión poblacional general supuso -en
ambas Marinas- una merma de entre el 45 y el 55% de los efectivos humanos en
edad de laboral, aunque en lugares como Orxeta fue del 80%. Un caos, pues
además eran los “especialistas” de la época.
Además temíamos rondándonos a los piratas de Berbería
que asolaban la costa en cuanto cambiaba la luna. Pues fue expulsar a los moriscos
e incrementarse los ataques en progresión geométrica. Al alimón.
Para rizar el rizo, fue expulsarlos y venirnos
tres epidemias de peste bubónica (1629-31, 1647-52 y 1693-96), la Guerra de
Sucesión (1703-12), unas sequías sin precedentes (1735-50 y 1830-40), un par de
terremotos demoledores (1748 y 1790) y la terrible viruela que cada dos por
tres se dejaba sentir. Echando mano de los archivos parroquiales nos asustamos.
En 1600 Benidorm contaba sesenta (60) cabezas de familia, en 1646 sólo sumaba once
(11)… y menos mal que ya en 1713 estaba ya en cuarenta (40). Pero es que en Guadalest, de los 400 cabezas
de familia “censados” en 1609 pasamos a los ciento once (111) de 1646 y
terminamos con los veintiuno (21) del primer Censo del XVIII.
Eso sí, fue terminar el XVIII y dispararse la
natalidad en un 60 por mil… gracias, sobre todos, a que comíamos: sucesivas
buenas cosechas de trigo, maíz, panizo, vid, almendras, algarrobas y aceitunas
que nos dieron vidilla a pesar de que, dice Cavanilles, que la gente de por
aquí… casi todos son jornaleros y que no hay más que un corto número de
ricos dueños. La única actividad fabril de la zona estaba en La Vila
(cordeles, jabón, cabuyería, redes y lonas; el chocolate triunfó más tarde). La
pesca era residual, a excepción de la almadraba, concesión real.
Nada más irse Cavanilles empezamos a emigrar aflixidos
por la esterilidad de las aguas, las plagas en la agricultura y la
irrupción de la viruela -la epidemia variolosa que decían- que hizo estragos,
sobre todo, en Callosa d’En Sarriá, siendo por ello una de las primeras
poblaciones españolas donde se inoculó a los niños contra ella, por lo que
luego se libró, por ejemplo, de la epidemia de 1804.
El final del siglo XVIII en la Marina fue terrible. En el
último cuarto del siglo se acentuaron las sequías, entre 1778 y 1789, y afloraron
todas las plagas imaginables en la poca agricultura que permitía la escasez de
agua. Para colmo entre 1785 y 1786 la comarca se vio sacudida por una terrible epidemia
de Tercianas (una forma “leve” de malaria) que colocó el listón de muertes en
un terrorífico 50 por mil. Y, cómo no, más viruela. Es doloroso ver hoy, en los
libros parroquiales, al lado de cada nombre la palabra albat, con
la que se alude al color del ataúd y que se aplicaba cuando los niños no habían
alcanzado aún el uso de razón; menores de 7 años. A la viruela se le llamó “el Herodes de los niños”.
En la primera mitad del XIX crecimos
demográficamente ¡¡¡un 0’1% anual!!!: ridículo. Hasta 1812 se suceden las
sequías, las hambrunas, las epidemias de peste y, 1808-1812, la Guerra del Francés por
estos lares. La mortalidad comarcana registrada en los doce primeros años del
siglo será un lastre hasta bien entrado el XX: recuerden que los no nacidos no
producen recambio generacional. Para más inri, en 1828 estuvimos diez meses sin
gota de lluvia.Y para colmo, la década de los treinta (del XIX)
arrancó con una epidemia de cólera morbo, que llegó de Europa y llenó los
camposantos; en Benidorm hizo estragos. La segunda oleada colérica se dio en
1854-1855, y remató la maltrecha comarca.
Nada más comenzar la segunda mitad del XIX la
gente de por aquí decidió emigrar huyendo del hambre y del cólera, que volverá
a atacar repetidamente entre 1864-1866. Los que se quedaron en el terruño
sufrieron, además, una epidemia de fiebre amarilla (1869-1870) que fue la
última, que se sepa. La de 1897 sacudió toda la provincia, pero se olvidó de las
Marinas.
La agricultura, que fue bien en líneas
generales, y la poca industria existente solventaron la papeleta a los pocos
supervivientes, pero sin alharacas. Se malvivió.
El siglo XX arrancó con cambio de tendencia: empezamos
a crecer y todo parecía ir bien hasta que la sequía de 1909-11 nos trajo 18
meses sin gota de agua: la agricultura al garete. Empezó a llover a finales de
1911 y volvimos a producir algo hasta que notamos los efectos de la IGM : perdimos los pocos
mercados agrarios y no podíamos importar fertilizantes. Empezamos a emigrar de
nuevo… y los que se quedaron soportaron la gripe “española” de 1918-19 de la
que únicamente escapó Benissa, aunque pasó casi de largo en La Vila. En
Benidorm, el “trancazo”, hizo estragos.
Pero los felices 20 lo fueron de verdad y esto
se arregló un poco, apareciendo ya el embrión del turismo. Lo de los años 30,
40, 50, 60... ya lo saben.
Vivir aquí fue duro; merece la pena no
olvidarlo. Esto, ahora, sí es el paraíso.
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