Con el mes de abril a punto de entregar la cuchara y el
tiempo que tenemos (desde la gota fría del jueves, lo encapotado del viernes,
lo frío y desapacible del sábado y las lluvias de hoy domingo), con fuertes
rachas de gregal, ese viento que decía nuestro marineros de antaño que
venía de Grecia (de ahí su nombre) y viene del noreste continental europeo, más
de uno de los que nos visitan se pregunta (anoche mismo, mientras veíamos al
Madrid ganarle otra vez al Atleti) si de verdad esto es “La Casa de la Primavera”.
Las playas de Benidorm hacia arriba están maltrecha, el río Gorgos se desmelenó
tras 150 l/m2 en La Vall d’Ebo, olas increíbles de mar fondo y marejada
cuando la borrasca se ancla en las costas argelinas… Llueve, por qué no, en la
Casa de la Primavera.
Y la verdad es que, cuánto daño nos hace en la mente de los
simples la frasecita de don Wenceslao. Ahora bien, él nos llamó así… de
cachondeo.
Irónico y mordaz, Wenceslao
Fernández Flores “pagó” -negro sobre blanco- las atenciones que le
dispensaron, a finales de los años 20, en La
Terreta, donde me lo inflaron a arroces publicando la saga “Memorias
de un devorador de Arroces”, en el diario
ABC (promoción gastronómica con tintes de humor que diríamos hoy), allá por
1929, y en uno de aquellos cuentecitos sale lo de la Casa de la Primavera.
Pero tiene su miga la cosa. Leo en Alicante Vivo que cuando se supo lo de la oferta de probar todos nuestros
arroces alicantinos, algún “amigo” le propuso a don Wenceslao “testar
antes de emprender el viaje” hasta Alicante,
donde presumimos de poder ofrecer hasta 365 arroces distintos (que no “paellas”);
uno para cada día del año.
Y el humor, no falta en las cosas de don Wenceslao. Cuenta
que un buen día se puso a llover.
Y describe así la lluvia alicantina, él que
era ferrolano: “… caía una gota frente a la casa número 6, otra frente a la número 20,
otra en la Rambla, otra en el castillo de San Fernando…”. Y va a más la
cosa: uno de los contertulios admirado de que “lloviese” se levantó de la mesa
con un: “… me voy, tengo un hijo de 7 años que
no ha salido nunca de la provincia (y que por eso no conocía la
lluvia), y quiero que conozca la lluvia. Haré que se asome al balcón…”.
Y claro, llega el drama. Para irse en busca de su hijo -y no
mojarse- precisaba de un paraguas y…
“… ¿quién
tenía aquí (en Alicante) un paraguas? No recordaban bien (los
contertulios)...”. Entonces, alguien dijo de pedir el paraguas “… Quizás
a un señor que viaje mucho al Norte… acaso en las farmacias… Desde luego,
alguien conocía en Denia a una anciana que poseía un paraguas. Si se quería
enviar un auto a buscarla…”. De Alicante a Denia en aquellos días…
Lluvia alicantina.
Así estaba la cosa en aquél Alicante de finales de los
felices 20. Mordaz, don Wenceslao, ponía sobre el tapete, con humor, las
secuelas de los casi dos años de auténtica -y esta vez sí- pertinaz sequía que
se registraron en la provincia, al principio de la década aquella; veinte meses sin una sola gota de lluvia.
Un periodo que nos dejó maltrecho el agro, sedientas las gargantas, destrozada
la poca industria (que dependía del campo) y con toda la provincia desecha en
rogativas ad petendam pluviam. Bueno, iban en procesión rogativa todos
aquellos que no se vieron forzados a emigrar; los de por aquí se nos fueron al
norte de África, a Argelia (a Orán, principalmente) y sus campos de cítricos y
esparto principalmente. Tenemos tanta relación con aquellas tierras desde
entonces que aún funciona “el ferry de Orán” desde el puerto de Alicante. Cosas
de aquella y otras sequías. Las del XIX fueron tan catastróficas o más.
Pero volvamos al Alicante que nos ocupa, el de una década
después de las rogativas, el de la “lluvia”.
Y claro, cuenta don Wenceslao que al día siguiente (y nos
quedamos sin saber cómo terminó la odisea del señor y el paraguas, y, sobre
todo, si el niño de 7 años vio por fin la lluvia) salió el sol… y el gallego socarrón de Fernández Flores enmienda
sus sarcásticas líneas anteriores escribiendo aquello de “… Ya sé
dónde se refugia la Primavera cuando el invierno baja del norte, como un vikingo
depredador, para invadir Europa…”. Y vuelta a comer arroces.
Bueno, pues esto (Alicante y su provincia) es desde finales
de los años 40 la Casa de la Primavera.
En 1942 varios de los artículos publicados en el Diario ABC se integraron en un
libro (La conquista del horizonte) y todos se fijaron en la frase de
don Wenceslao Fernández Flores… y al iniciarse la aventura del turismo de
posguerra alguien sacó… de su contexto: “Alicante, la Casa de la Primavera”.
Y, la verdad, no hace mal a nadie… salvo a los tontos del paraguas.
Pero vamos, desde 1701 tenemos registros de que en abril…
aguas mil. Y de que el tiempo es dinámico y cambiante, desde mucho, mucho,
mucho antes.
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PD. En cuanto a lo de “entregar la cuchara”, frase
castrense donde las haya, debe entenderse como “morir”. Y tiene su origen en
los hechos de 1565, en la Isla de Malta: el Sitio de Malta. Les tocó ir, cómo no, a los Tercios, como siempre,
a desfacer entuertos con los agarenos
que se habían empeñado en tomar la isla por la fuerza, cosas de Mustapha Passa,
y desalojar a los Caballeros Hospitalarios (que reemplazaron en la plaza a los
Templarios). Pues nada, toque al Virrey de Nápoles y éste que les envía los Tercios a vérselas con arqueros ávaros,
lanceros mamelucos y infantes jenízaros. Los Tercios tenían pasión por apiolar
a los jenízaros porque que en sus sombreros llevaban una cuchara de palo (con
la que comían) que era considerada amuleto de buena suerte. Pues… no vean la
que le había dado al jenízaro apiolado. Lo primero que hacían los soldados de
los Tercios tras la batalla era rebuscar entre los sombreros jenízaros para
conseguir su cuchara. Y cada soldado de los Tercios llegó a tener su cuchara…
que al morir entregaba a otro soldado de los Tercios. No hay constancia de que
todas fueran originales (cogidas a un jenízaro tras un combate), pero todos la
tenían.
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