Cuando niño, saber que el viernes por la tarde llegábamos a
Orihuela a pasar el fin de semana era ya un subidón de adrenalina. Significaba
la libertad de la calle que el tráfico de Alicante impedía. El lunes yo exhibía
mis raspaduras en piernas y brazos, rojas por la mercromina; eran como medallas
al valor del juego en la calle que llegaba a incluir desde el inocente jugar al
fútbol entre equipos de la calle tal contra la calle cual, donde la porterías
las marcaban dos montoncitos de piedras y sin “ojo de halcón” que aceptaban los
goles, hasta batallas de piedras en el río, junto al puente de hierro (del
ferrocarril) separados por el cauce. Ninguna pedrada, pero innumerables caídas
futboleras que magullaban rodillas y codos. Incluso una vez me caí al río,
saltando entre los alivios del socaz del molino “del Rojo”.
Entonces, por aquellos años, mi abuelo me llamaba zagal,
por revoltoso. Caray, lo que ha perdurado en el tiempo la memoria del aguerrido
sobrino de Boabdil, az-Zaghall.
De aquellos años de zagal recuerdo un amigo genial al que
perdí la pista: Toni. Jugaba al
fútbol como nadie, era aplicado y músico. Su padre no le dejaba jugar al fútbol
si antes no le daba la suyo a la bandurria. Era cuestión de esperar; lo necesitábamos
para ganar. El colofón era siempre ver al padre y los hijos en un conjunto de
cuerda que sonaba, a pesar del tiempo transcurrido, maravillosamente. Y
rápidamente al casi siempre encarnizado partido con los oponentes de otra
calle. Y a echar pies…
El padre de Toni era Paquito el de las Mondas. Con su
cuadrilla, un personaje indispensable. En Orihuela, sitio de huerta avenada por
el Segura, con sus cauces de aguas vivas y muertas, era necesario, por marzo mondar, y por agosto, remondar. El resto del tiempo se lo
dedicaba al río, que buena falta le hacía. Y siempre había algo que hacer en
los azudes y las tomas, en las motas, eliminando tapones, limpiando frezaderos
(el Segura tuvo vida), retirando sedimentos, reparando defensas… Era un sin
parar.
Mondar, limpiar
una cosa quitándole lo superfluo o lo extraño; limpiar cauces. Paquito contaba
historias increíbles de lo que él y su equipo se encontraban en esas acequias
de Dios. El suyo era un oficio regulado de antiguo; “cosas del Rey Sabio” (Alfonso X), decía con acierto pleno.
Y de él aprendí palabras que hoy quiero recordar como mondaor,
el que trabajar en las mondas; la podre, el cieno; la bardomera,
esa maraña de broza y basura que se forma con el tiempo y obstruye los cauces;
o los quijeros, los márgenes del cauce a limpiar. Seguro que hay más,
pero hoy no me salen.
La monda era un trabajo necesario pero insalubre; la
suciedad casi nunca huele de forma mínimamente agradable, y entre ella alguna
rata o culebra podría dar un susto, cuando no una poza o alguna trampa oculta
en aquellos cauces antiquísimos conformados a costa de siglos. Se mondaban
acequias, brazales, escurridores y azarbes… aguas vivas y aguas muertas.
Y en esto que caigo: la frase “esto es la monda”, o “eres la
monda”, ¿de dónde viene?, porque del penoso mondar…. Tal vez señale la
ventaja de la monda, porque la monda permitía que las aguas fluyeran libres por
el cauce, y un cauce mondado era garantía de circulación y provecho.
Hay un libro que me he agenciado esta misma mañana (Los paisajes fluviales y sus hombres en la
Baja Edad Media en el discurrir del Segura, de María de los Llanos Martínez
Carrillo, Univ. de Murcia, 1997) que pienso deglutir en honor a Paquito y su
hijo Toni. Antes de abrirlo ya me acordado de ellos. Va de la huerta murciana,
pero algo sacaré de las gentes de las mondas… algo que hoy veo que está en
desuso; lo hacen máquinas.
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