La Ley de Vagos
(y maleantes), La Gandula, fue un invento de la Segunda República (ley del 04.08.1933)
que posteriormente fue modificada (15.07.1954) durante el franquismo para
incluir en ella a los homosexuales. No contemplaba penas de cárcel. Fue
sustituida y derogada en 1970 por la
Ley sobre peligrosidad y rehabilitación
social (¿?) que sí las contemplaba. La del 33 se refería a vagabundos
(vagos
sin empleo), nómadas, proxenetas y antisociales varios. El vago era (y es,
semánticamente) el errante en una
sociedad sedentaria. El vago es ahora el que no hace nada;
el que no quiere trabajar.
Pero, ¿desde cuándo han sido los vagos (en general) un
problema en España?
Los vagos no tuvieron consideración de
problema en España hasta mediados del siglo XVI. Los vagos eran los errantes; tenían
oficio (sin beneficio claro; más bien nulo) pero el hambre les llevaba a las ciudades. Aquellos vagos diferían en su
consideración de los vagos sin ocupación.
Los vagos fueron un problema grave en
España al compás de las hambrunas.
Y cuando estas llegaron, se sucedieron las disposiciones
para atajar “el problema”,
especialmente en el siglo XVIII: Ordenanzas
de 1725, 1726, 1733, 1749, 1755, 1775 (Ordenanza militar por la que los vagos
de entre 17 y 30 años debían encuadrarse en el Ejército), 1783, 1784, 1785,
1786, 1789, 1791, 1798… Visto que no había forma de atajar el problema, pues la
cuestión era la economía, ya en el
XIX dejaron de emitir los gobiernos patrios normativas específicas contra los vagos.
Nada más entrar en el siglo XX el vago, por errante, dio paso al vago
sin ocupación, oficio o profesión.
El problema se inició, siempre han dicho los que entienden
de esto, porque en España la revolución
se inició “desde arriba” -desde
el poder-, auspiciada por los reformistas
y con la oposición de los privilegiados (dicen también que, nobleza y clero).
Ni siquiera Carlos
III -el que más se lo curró- consiguió
sus propósitos; su reforma económica,
promovida por Esquilache -el
mismo que cercenó las capas y prohibió el chambergo (en una reforma que incidía
en la salubridad y la higiene y donde las capas era una nimiedad)-, trajo carestía de precios y, en consecuencia,
hambre. Cuentan que la libra de pan
(460 gramos) llegó entonces a los 14 cuartos (y una familia necesitaba al menos
dos libras de pan al día) y el jornal diario estaba en los 4 reales (34
cuartos; 1 real equivalía a 8’5 cuartos); y el pan era el alimento principal.
Así llegó el Motín de Esquilache
(1766).
Pero ese motín no fue más que uno más de los muchísimos motines de subsistencia que se
produjeron en España (y en toda Europa) durante los siglos XVII, XVIII, XIX y XX; desde el no menos célebre (y
pionero) Motín de los Gatos (1699; a
los madrileños les llaman “gatos”) hasta
el motín que acabó en la Huelga de 1917.
Tres siglos de motines de subsistencia; tres largos siglos de amotinamiento por
hambre.
Durante todos esos años, desde el XVI, fueron legión los campesinos pobres (labradores, pastores
y jornaleros), los inválidos, las viudas y las llamadas minorías no integradas (judíos,
gitanos, esclavos y cautivos, que aún había en aquella España del Antiguo
Régimen) que generaron el concepto de vago, por errante, al irse a las
ciudades en busca de alimento por las hambrunas del campo; no ya en busca de
trabajo, pues sabían que no había.
Consideraban aquellos vagos que las posibilidades de subsistencia en las ciudades eran (y así fue) mayores. Pero es que la subsistencia en las ciudades sólo se lograba a través de la caridad. Más terrible aún.
Así, por caridad -diezmos y primicias-, proliferaron,
gracias a las obras de beneficencia que iniciaron particulares e instituciones
(conventos, cofradías, fundaciones, Órdenes Mendicantes y obispados) los hospitales de caridad (las llamadas Diaconías), las casas de misericordia, los albergues,
los asilos y los hospicios por doquier. España, a
finales del XVIII, era la nación europea con mayor número de instituciones de
este tipo, financiadas por las Obras
Pías, en las que se vivía de las limosnas y se comía (y cenaba, cuando se
podía) la milagrosa “sopa boba”. El Catálogo
de los Pobres señalaba la organización y distribución de las limosnas.
Aquello se desmandó. Para atajarlo surgió la Junta General y Superior de Caridad (1778)
a instancias del conde de Floridablanca.
Mantenía el murciano que era inútil una
caridad sin organización porque “fomentaba a los ociosos”, como así
fue… y comenzó la aventura de los vagos (ociosos) que no esperaban de
la vida más... que un tazón de aquella sopa boba y un lugar donde dormir. Cada
Junta de aquellas (de ciudad o de provincia) coordinaba a las diputaciones (que
eran los barrios). Y hasta se creó un Fondo
Pío que estabilizó la beneficencia cuasi universal.
Y don José Moñino
tuvo razón. A aquellos vagos (por errantes) se unieron los
nuevos vagos (ociosos, sin ocupación, oficio o profesión): los fulleros
(que vivían de la fullería y las trampas) y los hampones (maleantes
haraganes de poca monta). Estos nuevos colectivos se refugiaban en el gran
grupo; eran tantos que degeneró en un problema mayor. Y ya el nombre de vago,
por errante, cambió de concepto y cobró con ahínco un carácter aún más
peyorativo.
Fue tal el auge en España de los vagos (sin ocupación) que
hasta se apoderaron del término sopista.
El sopista había sido -desde el siglo
XIII- el estudiante universitario sin recursos económicos que rondaba bares y
tabernas amenizando el tugurio a cambio de una comida en escudilla (por lo
general unas gachas). Cuando el sopista quiso diferenciarse del vago
(errante) que también buscaba la comida, pasó a llamarse tuno, y al grupo de
tunos, pues acudían en grupos, se le llamó tuna.
Y al final, el sopista fue el vago (bien errante, bien
de empleo); España fue durante siglos un país de sopistas… y por ende, de vagos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario