Fue en el siglo XVIII cuando Anthony Ashley-Cooper, tercer conde de Shaftesbury, ya aventuró la
importancia que tendría el “turismo”,
palabra esta cuya primera plasmación impresa se produce a partir de 1760 cuando se apunta su derivación del
latín “tornus” (volver); de volver tras hacer el Grand Tour que ponía a los británicos en contacto con las civilizaciones
mediterráneas y les acercaba a la joya imperial de su Corona, la India, cuando
le añadían el plus del Indian Mail.
Vale.
Pero la cosa no podía quedar ahí, en el latín. Había que
buscarle un matiz más antiguo y así llegó Arthur
Haulot (humanista belga y fundador del Buró Internacional de Turismo
Social), quien en su Manual de Turismo
Social, se va hasta el vocablo hebrero “tur” -que significa “viaje de
descubierta”- y mantiene que el primer tur -que hasta “sabemos” que duró 40
días- lo realizaron los israelitas cuando Moisés
envió, desde el desierto de Parán, exploradores a Canaán[1]…
y estos regresan y no sólo lo contaron sino que se trajeron los primeros “souvenirs” (Números 13).
No se quedaron en el lugar más tiempo porque aquella zona “carecía
de infraestructura hotelera”, que si no, lo de de hoy tendría más rancio
abolengo.
Pero con el tiempo, hasta se inventaron los hoteles. Fue un
proceso largo, con altibajos y fantásticas realizaciones.
En la Antigüedad ha habido lojamientos, de cualquier tipo, de
todos los colores. Siempre se instalaban junto a los lugares “turísticos” del momento: santuarios y
otros sitios de peregrinación.
En el Siglo II aC tiene lugar la edad de Oro de la “Operación Asfalto” del Imperio Romano.
Cual Plan Redia del momento se ponen
a construir como locos carreteras (vías) para ir a casi todos lados. Y en
aquellas vías encontramos también hospedajes, las llamadas mansiones, con reglamentación específica a su actividad. Vamos, que
lo del alojamiento no es ayer tarde.
Pero esto no sólo ocurría por el Mediterráneo; ya era un
fenómeno global.
Un buen día en Japón, en el siglo VIII, en la gran isla de
Honshu -cuentan-, estaba un tal Taicho
Daishi, afamado monje budista, en el monte Hasukan (uno de aquellos montes
sagrados), allá por el año 717 (hace casi mil trescientos años), cuando el dios
de guardia del promontorio le contó, en sueños, que en el valle, en Awazu, había un manantial de aguas
medicinales de grandes propiedades. Bajó, encontró la fuente, comenzaron los
baños y como fue tan bien la cosa ordenó a su discípulo Garyo Hoshi la construcción de un albergue que pasa por ser el más
antiguo del mundo en activo. Aún hoy sigue como Hoshi Ryokan y tiene su página web por si se anima a reservar.
Otro hito hospedero llega con las peregrinaciones
religiosas. Los monasterios y sus casas de acogida hicieron bandera tanto en
Roma, como en Jerusalén, como en La Meca. Hasta el siglo IX no se unirá a este
selecto grupo Santiago de Compostela
que tuvo tanto éxito que además de “cadenas” de hospedaje surgieron hermandades
de cambiadores de moneda, como la Hermandad
del Cirial de San Ildefonso, pues era mucho y variado el dinero circulante
y había que convertirlo en moneda hispana. Incluso fue tal el éxito “turístico”
de Santiago que hasta contó con guía de viaje; la primera fue la del monje de
Vézelay (Francia) Hugo el Potevino[2]
(descartado ya que Aimeric Picaud fuera el autor, aunque se cree fue el compilador).
Como Las Cruzadas no consiguieron recuperar Jerusalén,
Santiago se convirtió en el destino favorito y las posadas, hasta el XI generalmente caritativas, pasaron a ser
negocio mondo y lirondo al cobrar los servicios.
Durante la Edad Media hubo hostelería, pero no gozaba de
fama. Más bien, aquellos garitos sólo tenían mala fama, y a partir del XV, por
ello, comenzaron a ser reglamentados en España y Francia, y sobre todo en
Alemania y Suiza. Los mesones,
además de alojamiento, cuadra y alimento proporcionaban servicios hasta como “agencia de viajes”.
El Renacimiento
trajo un hálito de cultura y modernidad y los viajeros reclamaron unos mejores
servicios; incluso habitaciones individuales y una cierto equipamiento
sanitario. Así surge el primer hotel de concepción “moderna” en El Cairo; se
trata del Hotel Wekalet-Al-Ghury
(siglos XVI) que en la actualidad alberga (después de innumerables
modificaciones) un centro cultural y artístico. Aquél hotel fue referencia
obligada de aquellos británicos que realizaban el Grand Tour (hasta la
India).
Pero volvamos al XVII y veremos que serán las ciudades
balnearias las que copen la atención “turística” y precisen de paliar las
necesidades de alojamiento. La británica Bath
es un buen ejemplo de este auge, como lo es la brega por dotarlas de
alojamientos en consonancia. El siguiente paso alojativo se da en Londres donde en 1784 se inaugura el Grand
Hotel (Evan’s Grand Hotel, desde 1840) en Covent Garden (43 King Street),
auspiciado por David Low, para gente
bien.
No obstante, habrá que llegar al siglo XIX para encontrarnos con el primer hotel moderno propiamente dicho.
En 1807, en otra ciudad balneario y
muy de moda como era la alemana Baden-Baden
(desde tiempos de los romanos, como Bath), el arquitecto Friedrich Weinbrenner transforma un convento capuchino, con sus
celdas acondicionadas, en el Badischer Hof, el primer hotel que podemos
considerar como un hotel moderno.
El alojamiento turístico de playas se iniciará a partir de
1830, coinciden varios autores, en las costas rumanas del Mar Negro al mismo
compás que en California y Florida… pero eso es ya otra historia.
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