14 nov 2022

POR CONTEMPLAR EL MAR ENBRAVECIDO

  

Al arrancar el siglo XVIII se produjo en Europa un hecho significativo. Aun sabiendo que la fuerza nobiliar seguía residiendo en las armas, los monarcas apostaron por la nueva nobleza administrativa que tendría poder y cada vez menos armas, lo que suponía un menor riesgo regio y una mayor dependencia hacia la real personal, que controlaba el Ejército. Este es un elemento clave, considero yo -¡faltaría más!; y sin pretender adeptos- en la larga creación del Estado Moderno; Estado económico sonaría mejor.

Y en cuanto a España, nos contaron en la carrera, la regeneración económica del país desde comienzos del XVIII se convirtió en el eje de la vida política; y los monarcas apostaron por la nobleza económico-administrativa frente a la nobleza por bemoles[1] que había imperado hasta entonces.

Y eso que aquella España del XVIII estaba enfrascada en mantener los territorios heredados y la defensa de su mundo colonial. Y ahora que tanto defendemos la paz deberíamos saber que en el siglo XVIII la guerra era aún una cuestión de supervivencia del propio Estado[2].

Para escribir esto, en Gijón, me he imbuido del espíritu de Jovellanos[3]. Además de pasear por Cimadevilla y de estar en su casa natal, esto de haber pasado un rato contemplando la gijonesa Playa de San Lorenzo a merced del temporal del Cantábrico me ha llevado más hasta su obra y pensamiento, en el mejor chigre encontrado al compás una chopa y sidrina; que tiempo habrá de potes y otras viandas.



Aquí, de golpe, ante una representación del Gijón del XVIII en una pared me viene a la cabeza la imagen del Benidorm de principios del XX: la montaña, ambas playas, el núcleo urbano y su desarrollo en la segunda mitad del XX. Y comienzo a cavilar…

El nuevo Gijón que se extiende desde Cimadevilla es, en realidad, el Plan de Mejoras presentado por Jovellanos en 1782. Incluía el diseño de una trama viaria casi radial, con calles trazadas a cordel; la desecación y el saneamiento de zonas pantanosas, que eran un riesgo para la higiene pública; la construcción de un paseo arbolado, con ejemplares que él mismo costeó y trajo desde Aranjuez; y el levantamiento de un muro de contención que puede verse hoy en el paseo de la playa de San Lorenzo que las olas golpean sin cesar.



Me doy la razón y entro en la segunda botella releyendo a Jovellanos…

Se ve a claras que los Austrias hicieron fue una política imperialista en la que la economía estaba sometida a los interesas políticos, pero sin preocuparse de que esa riqueza aumentara, porque parecía suficiente y porque los rivales no eran más ricos. Se hacía una política ‘a la antigua’ que era necesario reformar porque los tiempos y la sociedad lo demandaban.

Los gastos aumentaban, los recursos ya no llegaban con la celeridad y la importancia del siglo XVI y se recurría a la fiscalidad sobre una sociedad que no podía; se imponía la necesidad de otro modelo.

Las reformas necesarias para llegar al Estado moderno perjudicaban a la vieja nobleza de espada, aunque las medidas de reforma económica alcanzaron a todos los niveles promovidas por la nueva nobleza administrativa. A partir de 1760 el ritmo ya fue importante, pero sin llegar al Estado fiscal[4] que es la madre del cordero. El triunfo de los intereses mercantiles (burgueses) frente a los intereses de la tierra (patrimonio y monopolios, como la Mesta) es lo que define las economías modernas; cosa que Inglaterra puso en marcha ya en 1815 tomando la delantera en Europa. Los de las Cortes de Cádiz lo intentaron, pero la cosa no llegó a más.

Los reformistas pedían menos impuestos obsoletos y muchos menos obstáculos para el progreso (que los privilegiados pusieran menos cortapisas). Esa era la idea y el concepto de Libertad que manejaban.

Ya Miguel Antonio de la Gándara (el abate de la Gándara) había señalado, en tiempos de Carlos III, que “La libertad es el alma del comercio; es el cimiento de todas las prosperidades del Estado; es el rocío que riega los campos; es el sol benéfico que fertiliza las monarquías y el comercio, en fin, es el riego universal de todo. Su contrario son los estancos, murallas y tasas[5]. Para ser justos digamos también que de la Gándara planteaba una política económica fuertemente proteccionista con mucha libertad de comercio interior, pero excluyente con todo lo que hubiera más allá de los Pirineos y otras naciones.

En Francia, la aristocracia recurrió a la burguesía y al pueblo en su lucha contra la monarquía; en España la lucha fue contra los ministros extranjeros de Felipe V… así se explica -a trazo grueso- ya lo del motín de Esquilache -Leopoldo di Gregorio y Masnata, marqués de Squillace- en tiempos de Carlos III (1766). Vamos que, en España se podían hacer reformas siempre que las hicieran los de casa; que no las impusieran los de fuera.

A propósito, este motín más que por el bando de capas y sombreros[6] (contra la capa larga y el chambergo -introducido en España por los soldados del duque de Schomberg, jefe de la guardia de María Cristina de Austria, esposa de Felipe V y madre de Carlos II, allá por 1649- y a favor, entre otros, del sombrero de tres picos) fue por el precio del pan y los productos de primera necesidad en marzo de 1766 en medio de una de las seculares crisis de subsistencia del XVIII y muy en línea de los motines de subsistencia del siglo anterior; manteniendo la tradición levantisca hispana.

Aquellos ilustrados manejaban también el concepto de felicidad unido al de libertad.

Así, el vitoriano Valentín Tadeo de Foronda y González de Echavarri, que llegó a ser miembro de la American Philosophical Society de Philadelphia, fundada por Benjamín Franklin, sostenía que “Los derechos de propiedad, libertad y seguridad son los tres manantiales de la felicidad de los estados”. Por decirlo y sostenerlo se ganó tantos enemigos en la vieja piel de toro que en un alarde de lucidez de alguna autoridad del momento me lo enviaron a Filadelfia (cónsul general en 1801) y a Washington (1807), lo que le reportó más contactos, más conocimiento y erudición que le generaron un gran protagonismo y fama internacional. Abogó de Foronda por abandonar las colonias americanas, por el coste económico y humano que representaban, y reformar la Constitución que se debatía en Cádiz en 1811 por no especificar claramente los derechos individuales, otorgar excesivos poderes al rey y no separar los espacios político y religioso. Adelantado el vitoriano, ¿eh? Volvió a España y lo pasó mal; solo la llegada del Trienio Liberal (1820-1823) le reconoció su labor y contribución, pero, al final, otro español más al baluarte del olvido.

Cierto es que a finales del XVII ya hubo sendos giros industrialistas -fomento de la industria- y americanistas -mayor atención colonial y a su sistema mercantil-, pero en apenas un siglo las necesidades fiscales dieron al traste con la iniciativa: las necesidades reales de aquella reorganización fueron creando un nuevo orden social y unas nuevas reglas del juego que daban también nuevas posibilidades al ascenso de algunos personajes y sectores y a la caída de otros grupos y estamentos, porque el riesgo siempre se hace presente en la economía.

Una nueva casta de emprendedores, surgidos de la burguesía y del pueblo llano, conseguía el oropel que le llevaba a entroncar con la vieja nobleza. Aparece una nueva mentalidad de progreso que los llamados ‘adinerados’ llevan consigo allí donde van. Si el XVII aún es considerado como un siglo aristocrático, para el XVIII la dinámica social y el auge de las políticas económicas crean una nueva sociedad: el Estado cambia por el reformismo económico, aún con muchas dificultades, pero cambia. Y se abre la internacionalización.

La burguesía comercial sumó a la burguesía industrial y saludó las nuevas actividades que surgen sobre el algodón, la harina, el papel, la cerveza o la porcelana que si bien arrancan con conceptos individualistas llevará a las sociedades modernas industrializadas que llegan siempre cuando hay suficiente libertad empresarial. Así, como sostuvo el economista André Piettre, sobre el siglo XVIII, “el Estado mercantilista concede sus privilegios a quienes demuestren ser capaces de fabricar productos de calidad, los cuales estarán en una situación mejor que la de los demás ante el mercado[7].

Y entonces llegamos a la realidad de nuevos empresarios de orígenes variados: comerciantes que invertían en industria, propietarios agrícolas que establecían actividades industriales en sus propiedades, artesanos que abandonaban el gremio y se establecían por su cuenta, maestros y operarios extranjeros que llegaban, bien como empresarios, bien como técnicos. No fue un camino de rosas, pero sí el inicio de lo que conocemos y vivimos y que fue configurando una nueva organización del Estado.

Y en esto que llegó la Primera Revolución Industrial -comenzó en el siglo XVIII- con las aplicaciones del vapor y la mecanización de la producción… y a estas alturas del siglo XXI hablamos ya de la Cuarta Revolución Industrial… pues eso; sigamos a sidrinas que ya hay hasta aguardiente y vermú de sidra…

[1] Eufemismo coloquial de cojones (RAE dixit); Valor o atrevimiento para hacer algo; ponderar lo que se tiene por muy grave y dificultoso [Diccionario histórico de la lengua española (1933-1936)]

[2] Conclusión propia a partir de leer “Las prioridades de un monarca ilustrado: el gasto público bajo el reinado de Carlos III”; de Jacques A. Barbie R y Herbert S. Klein. Revista de Historia Económica, III, 3, 1985

[3] Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811) Gijonés formado en las universidades de Oviedo, Osma, Ávila y Alcalá y que, disuadido de seguir la carrera eclesiástica (para la que se había preparado, al mismo tiempo que se formaba en Leyes, en las mencionadas universidades) optó por trabajar en beneficio de la Administración del Estado. Su década como magistrado Alcalde del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla fue fundamental: trabó amistad con el intendente Pablo de Olavide, quien le metió en el mundo de Montesquieu, Voltaire o Rousseau; estudia inglés para conocer directamente las obras de Young, Milton y Macpherson. En 1778, Jovellanos se traslada a Madrid, nombrado Alcalde de Casa y Corte; ingresa en la Sociedad Económica Madrileña y en la Academia de la Historia y la Academia Española. En 1780, la Sociedad Económica de Asturias le distingue como individuo honorario y es promovido al Consejo de las Órdenes Militares.  En 1790, Jovellanos es enviado a Asturias, comisionado por el Ministerio de la Marina, y es allí funda el Real Instituto de Náutica y Mineralogía (1794) y acaba el Informe en el expediente de Ley Agraria (1795; planteaba disolver la Mesta). Propuesto parea embajador en Rusia, en noviembre de 1797 se le nombre ministro de Gracia y Justicia; ocho meses durará en el cargo. La involución truncó sus expectativas y las de todos: la Revolución francesa paralizó con Carlos IV las ideas ilustradas y apartó de la vida pública a la mayoría de los pensadores avanzados. El estallido de la Revolución Francesa hizo que Jovellanos acabara perseguido por sus ideas ilustradas, a pesar de ser un patriota leal a la Corona, y fuera desterrado a su ciudad natal. Y en esas que Manuel Godoy -favorito de Carlos IV- ordena su detención el 13 de marzo de 1801 y Jovellanos es desterrado a Mallorca. Liberado el 6 de abril de 1808, tras el motín de Aranjuez -abdica Carlo IV y llegará Fernando VII-, rechazó formar parte del gobierno de José Bonaparte y fiel a su país, Jovellanos, que era reformista pero no revolucionario, rechazó a los franceses y representó a Asturias en la Junta Central -órgano que ejerció los poderes ejecutivo y legislativo españoles durante la ocupación napoleónica de España-. El 6 de agosto de 1810 pisó otra vez Gijón; hoy en la Plaza del 6 de agosto una escultura conmemora ese recibimiento. Huyendo de los Franceses, que atacaban de nuevo Gijón, se refugió en Puerto de Vega, concejo de Navia, donde tenía la seguridad de su amigo el caballero Antonio Trelles Osorio. Allí moriría el 27 de noviembre de 1811.

[4] Estado que sea capaz de defenderse por sí mismo ante el ataque exterior de una superpotencia, en buena medida porque tenga unas sofisticadas estructuras crediticias y una capacidad para mantener continuos incrementos fiscales sin quiebra política ni económica. Richard Bonney, dixit.

[5] Almacén de frutos literarios inéditos de los mejores autores; 1804. Miguel Antonio de la Gándara

[7] Agustín González Enciso “El ‘Estado económico’ en la España del siglo XVIII” (2003)