Antes de salir de
casa para acompañar a la Guardia Civil en su día grande, dejo unas líneas en su
honor; el honor es su divisa. En su reglamento se destaca que “El honor ha
de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe conservarlo sin mancha. Una
vez perdido, no se recupera jamás”. Esto último vale para todo ser nacido
de mujer.
La frase, se la
recuerdo a mi padre, hablando del suyo. Honor (conducta íntegra y recta), lealtad
(fidelidad al deber y al servicio), sacrificio (entrega personal sin buscar
recompensa) y disciplina y servicio público. Sí, fuerte disciplina, capacidad de
sacrificio y espíritu benemérito: militar y servidor público de vocación.
Quizá hoy sea
momento para plantearles aquí cómo surgió la necesidad del Benemérito Instituto
que ha llegado hasta hoy; y seguirá.
Echo la vista
atrás y les cuento que nada más comenzar el siglo XVIII España dejó de ser una
gran potencia europea; la Guerra de Sucesión(1701–1714) tuvo la culpa. El
conflicto despojó del trono a los Austrias y sentó a los Borbones (Felipe V);
supuso -no olvidemos- la pérdida de Flandes, Nápoles y Sicilia. Ahí es ná.
Al rebufo francés
-por lo de Borbones- se reorganizaron Ejército y Marina y nos metimos en
guerras con Inglaterra y Portugal. Lo único bueno de aquello es que apoyamos a
los EEUU en su guerra de la Independencia, lo que nos ha servido para que a
ambos lados del Atlántico el noventa por ciento de los paisanos de ambas
orillas no sepan ni quien fue Bernardo de Gálvez; gobernador de La Luisina y
factor clave de la nueva república que nos lleva hasta Trump. País este, tú.
Mientras todo
aquello pasaba, en la vieja piel de toro, la sociedad española estaba como
cuando los visigodos: los tres estamentos de libro -nobleza, clero y pueblo
llano; pero llano-llano de verdad, con campesinos, artesanos y pequeños
burgueses-; no más. Con los Borbones llegaría el inicio de la modernización y
el arranque de un largo camino plagado de reformas dando preponderancia a la
razón y la ciencia -que llegaban tarde, pero bienvenidas que fueron- para lo
que comenzó el larguísimo proceso de la retirada del poder a la Iglesia
apoyando reformas educativas. Es que llegó la Ilustración y aunque sólo iluminó
a las élites, dio paso a las academias y a entender que el pensamiento
ilustrado debía campar por aquí. No obstante, ante el cúmulo de desigualdades
sociales la tarea fue hercúlea. La agricultura, les cuento, estaba al nivel del
milenio anterior; el comercio era colonial; y el desarrollo industrial, arcaico
y limitado. Además, entre un clima meteorológicamente adverso y epidemias por
doquier, el XVII fue como… “p’a habernos matao”.
Y eso ya lo
hicimos en el siglo siguiente, el XIX, con guerra civiles, que llamamos
carlistas, porque se amotinaron y perdieron los de ese bando. Además, fue un
siglo que se las trajo. Comenzamos en guerra con los gabachos invasores y
recuperando la guerrilla de Viriato que, por lo que sé, llevamos ya todos en el
ADÑ, que el más español de los ADN.
Y si tengo que
resumir el siglo, diría que pasamos a trompicones del Antiguo Régimen al Estado
Liberal; comenzamos la transformación económica del país; surgió la clase
trabajadora y avanzó la clase media, mientras nos dimos una ensalada de tiros
en guerras y vimos como perdíamos definitivamente lo poco que quedaba del
imperio.
Y si tengo que
resumirles en una palabra el XIX les diré que fue un siglo “interesantísimo”
que, como todos los de España, aún chorrea sangre.
Se produjo el paso
de una sociedad estamental a una sociedad más burguesa y de clases en un país
en el que las desigualdades seguían siendo del nivel de la Fosa de las
Marianas. Llegaron las desamortizaciones -la incautación y venta de tierras de
la Iglesia y de bienes comunales (civiles)- que con Mendizábal y Madoz -dos
ministros ilustrados- no resolvieron el problema agrario, porque los nuevos
tenedores de tierras fueron de la burguesía y la nobleza que eran los que tenían
la pasta gansa para hacerse con ellas y. al mismo tiempo, muy pocas ganas de
renovar el cotarro productivo.
La agricultura, la
actividad económica dominante desde tiempos de los romanos, ni se enteró de las
revoluciones agrarias de otros países europeos y mantuvo sus arcaicas técnicas
tradicionales y su baja productividad. Por su parte, la industrialización -¡por
fin!- llegó, pero concentrada en Cataluña (textil) y el País Vasco
(siderurgia). El resto del país apenas albergó algún destello protoindustrial -muy
concreto, como el de El Perchel en Málaga entre 1833 y 1860- ajeno a cualquier
realidad de viabilidad. Todo esto nos introdujo, en bandeja de plata, la
llamada 'cuestión social' porque muchos campesinos -jornaleros del campo-
quedaron sin tierras en las que trabajar tras las desamortizaciones, abocados a
la miseria o la emigración a los nuevos centros fabriles, lo que nos llevó a la
irrupción del movimiento obrero en núcleos industrializados y a las ciudades
donde se hacinaban para malvivir, cogiendo auge, en excelente caldo de cultivo,
los movimientos socialista y anarquista, impulsados por las duras condiciones
laborales y de vida en los centros de trabajo y las ciudades.
La burguesía y el
comercio en el XIX ganaron peso económico y las profesiones liberales
alumbraron a los nuevos dirigentes de la clase política que lo único bueno que
hicieron fue programar avances el alfabetización y educación a paso de tortuga.
Ah, llegó el ferrocarril, pero como nuestra economía era tan débil, exceptuando
un par de industriales que se hicieron de oro, el parné lo puso el capital
extranjero que dominó el panorama.
Total que, el XIX fue
un siglo marcado por los conflictos internos y, muy especialmente, por las
Guerras Carlistas (1833-1876), entre absolutistas (carlistas) y liberales
(isabelinos) y donde los golpes militares de los llamados 'espadones'
estuvieron a la orden del día. Los militares intervinieron con frecuencia en la
política: generales como Espartero, Narváez, O'Donnell o Prim encabezaron
pronunciamientos, una nueva aportación de España al mundo del golpismo que aquí
siempre han realizado primeras figuras, no como en otros países que lo da un
coronel cualquiera. No, hombre no; que esto es España.
El XIX terminaría en
1898 con la pérdida de Puerto Rico, Cuba, Guam y Filipinas. Bueno, si de
pérdidas escribimos, anoten que por lo de Filipinas sacamos 20 millones de
dólares de entonces… y 337 días después a los últimos de Filipinas, que
embarcaron y se vinieron p’a España.
Aquello del 98 -el
desastre del 98- supuso una gran crisis nacional. Mira que llegar la noticia de
del desastre de la batalla de Cavite -un 2 de mayo, que en 1898 cayó en domingo-
cuando Madrid se aprestaba para su corrida grande: toros de Murube y con
Guerrita, Fuentes y Bombita, en el cartel. Leo en el ABC que la empresa quiso
suspender el festejo, pero el gobierno de Sagasta -don Práxedes Mateo- lo
impidió “para no deprimir el espíritu del público”. Pero ya en el quinto
toro todos lo sabían y el público salió de la plaza más hundido que el Titanic.
Y tras toda esta
introducción, centrémonos en el XIX y en cómo estaba el parque patrio después
de expulsar al gabacho.
Como somos como
somos, Fernando VII -el Deseado- fue repuesto en el trono (1814) y dejó a los
liberales con varios palmos de narices al negarse a jurar la Constitución que
tanto empeño había salido de las Cortes de Cádiz cuando el monarca estaba
salido del país. Y, encima y va, por el Decreto de Valencia, restaura el
absolutismo -llega el Manifiesto de los Persas y 69 diputados de las Cortes
‘liberales’ de Cádiz le piden volver a lo de antes- y comenzamos a dar tumbos: Sexenio
absolutista (1814–1820) -persiguiendo liberales-, al que sigue el Trienio
liberal (1820–1823), que arranca con el pronunciamiento de Rafael del Riego -un
coronel que no pudo esperar a llegar a general- y termina con la entrada de los
Cien mil Hijos de San Luis -que no sumaron ni 70.000; pero de matemáticas
andábamos fatal- que nos envía la Santa Alianza (el Papa y las demás monarquías
absolutas europeas; hasta el Zar de Rusia) que acaban con los liberales y nos
abocaron a la llamada Década ominosa (1823–1833) que, como su nombre indica,
resultó abominable.
Esto fue en la
línea del tiempo, porque en el quehacer de cada día estaba que la guerra contra
el franchute dejó ciudades arrasadas, campos abandonados y una débil economía
colapsada. Las infraestructuras quedaron muy dañadas y la producción agrícola e
industrial se redujo drásticamente. El Estado estaba endeudado hasta las cejas
y sin recursos de ningún tipo porque, como éranos pocos en el camarote de los
Marx, parió la abuela: comenzaron las guerras de independencia en América, que
acabarían con la mayor parte del imperio colonial español.
Total, que se
recurrió a empréstitos; palabro que significa préstamos a gran escala de bancas
extrajeras que pasaron a dominar la situación económico-financiera de España.
Además, la guerra
había movilizado, por activa o por pasiva, a gentes de toda clase y condición,
muchos de los cuales, una vez concluida la guerra no tenían otra posibilidad de
subsistencia que seguir en la partida dedicados al bandolerismo; si dejaban el
trabuco y la sierra no encontraban sustento alguno.
Y la vuelta del absolutismo
generó desilusión y conflictos sociales. Las ideas de la Constitución de Cádiz
(libertad, igualdad jurídica, soberanía nacional) no desaparecieron, y
comenzaron a formar una oposición liberal al absolutismo.
Pero este país era
un desastre: más del ochenta por ciento de la población vivía en el campo y del
campo; la economía se basaba en la agricultura de subsistencia y el ganado. La
mayoría campesina era pobre y analfabeta, dominada por los caciques, con duras
condiciones de vida y trabajo. La Iglesia, para más inri -que bien viene en
este caso- tenía un enorme peso en la vida cotidiana: en la educación, en el
calendario, en la moral y en el control social del pueblo llano-llano. La
mayoría de las autoridades locales, puestas a dedo, eran débiles o cómplices de
los terratenientes. Un panorama negro, pero negro-negro; negro zaíno.
Este clima tan de peli
mala de Curro Jiménez, de robos, de contrabando y -también- de asesinatos, el
gobierno de Narváez -del general Narváez- crea la Guardia Civil en 1844, como
un cuerpo militarizado para garantizar el orden público en el campo.
Ramón María
Narváez fue presidente del Gobierno de aquella España hasta en siete veces a lo
largo de veinticuatro años; me río yo de los peces de colores.
En su primer y más
efectivo mandato, de tan solo dos años, funda la Guardia Civil para poner paz
en el campo.
Los campesinos
habían perdido el control sobre las tierras comunales con la desamortización de
Madoz; y las tierras comunales constituían su principal medio de subsistencia. Comenzaron
las protestas y hubo alguna rebelión. En 1840 ya se hablaba en España del reparto
de la tierra y se producen las primeras ocupaciones de fincas en Andalucía por
parte de los jornaleros. Marinaleda tiene sus antecedentes.
Isabel II era la
reina, pero veníamos de la regencia de su madre, María Cristina (de Borbón) y
acababa de asumir el poder el general Espartero (Joaquín Baldomero
Fernández-Espartero y Álvarez de Toro, virrey de Navarra, príncipe de Vergara,
duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana y vizconde de Banderas)
que fue decisivo en las guerras Carlistas.
Era un producto
típico de aquella España: hijo de un carretero de Granátula de Calatrava,
Ciudad Real, y su meteórica carrera militar estuvo granada de acciones en
combates aquí y en América, de donde volvió ya Brigadier tras ser jefe del Alto
Estado Mayor de Perú. De él, de Espartero, les sonará lo de los atributos de su
caballo: “más cojones que el caballo de Espartero”, ¿no? Bien, pues solo
hay que irse a la calle de Alcalá -en Madrid- y a la altura del número 97 tienen
una estatua ecuestre para comprobarlo. Tras leer a buena altura lo de “A
Espartero/El Pacificador/1839/La Nación Agradecida”, se gira usted un poco
-a derecha o izquierda-, mira hacia arriba y antes de llegar al cielo de
Madrid, ahí los tiene: los cojones del caballo Espartero.
Poco hay más que
hablar. Sólo me viene a la memoria un caso algo parecido: el de Bartolomeo
Colleoni, un condotiero (mercenario del siglo XV, con estatua en Venecia) cuyo
escudo heráldico es de los del género parlante; de los que representan
gráficamente el apellido y poco más hay que explicar.
En el caso del
caballo de Espartero, el escultor Pablo Gisbert Roig quiso plasmar el ‘carácter’
del jinete que está subido en su caballo y sobre un pedestal de tres metros de
altura. Entonces, donde únicamente pudo poner los atributos del militar fue en
el caballo. Y los puso; tanto en la escultura de Madrid como en la Logroño.
Espartero
-autoritario y centralista- era, a fin de cuentas, un liberal con fidelidad
absoluta a Isabel II. Su lema fue “cúmplase la voluntad popular”; y
estaba muy por la imagen de la monarquía británica (de entonces). Su regencia
se caracterizó por el malestar de los moderados, de los progresistas y de las
ciudades: Madrid y Barcelona, sobre todo, que con sus revueltas del año 43 le
obligaron a exiliarse en Londres (faltaría más) y en noviembre de ese año las
Cortes decidieron que Isabel II, con trece años era ya mayor de edad y podía
reinar. Los moderados asumieron el poder durante toda una década (la Década
Moderada 1844-1854) .
Y vuelvo a la
triste realidad que les relato: la primera guerra carlista (1833-39) dejó al
país exhausto. Las tierras que Mendizábal puso en venta, como señalé, las
compraron nobles y terratenientes impidiendo -como se veía a la legua- que unos
campesinos empobrecidos pudieran comprarlas y generar lo que hoy llamamos
autónomos (agrarios). Total: acabada la guerra, a muchos les salía a cuanta y mejor
seguir en partidas bandolereando por doquiera que cabalgaran y haciendo de las
suyas, que doblando el lomo en el campo español.
Que esa es otra:
no la de doblar el lomo y sí la de cabalgar. En España, de siempre, ha ido más
gente a caballo, sin ser caballero, que en el resto del mundo mundial conocido.
Y a lo que voy.
En resumidas
cuentas: En aquella España de la quinta década del XIX había una gran
inseguridad en los caminos y zonas rurales porque abundaban las partidas de bandoleros;
el contrabando era una forma de vida y subsistencia y muchos delincuentes
comunes dejaban las ciudades -donde la Guardia Nacional, la milicia urbana
liberal, actuaba en cuestiones de orden público- y se iban al campo a hacer de
las suyas que es, además, donde vivía la mayoría de la población y que carecía
de protección efectiva.
Para restablecer
el orden público en el medio rural, evitar los asaltos en caminos, los robos y
los motines campesinos -que eran frecuentes- el campo español necesitaba
seguridad para poder producir y comerciar lo poco que producía. Recordemos que
la economía del país necesitaba seguridad en el medio rural para poder
comerciar y producir. Además, era una imperiosa necesidad afirmar la Autoridad
del Estado en toda la península evitando el control de determinadas facciones o
caciques y, por supuesto, evitando nuevos levantamientos y disturbios,
especialmente en zonas que habían sido focos carlistas o donde existía
agitación social. El gobierno quería una fuerza que mantuviera la estabilidad, evitara
revueltas campesinas y consolidara un Estado liberal centralizado y autoritario.
Y aquel Estado
Liberal de 1844 nos trajo la Guardia Civil para el Orden Público en el medio
rural (en más del 70% de España entonces), una nueva Constitución (1845), la
Ley Moyano (1857) que será la base del sistema educativo español y la
consolidación fiscal y el control del déficit que tanta falta nos hacía.
Y a lo que voy
hoy: desde su creación, organización y despliegue, la Guardia Civil redujo
notablemente el bandolerismo y los delitos en los caminos rurales, se convirtió
en símbolo de autoridad estatal en zonas donde antes apenas llegaba el poder
del gobierno y en muy pocos años, la seguridad rural mejoró y se facilitó el
comercio interior. La Guardia Civil se ganó fama de disciplina, eficacia y
honradez, valores muy apreciados por las autoridades liberales -¡coño, soy
liberal decimonónico!-.
En resumen: la
Guardia Civil fue una herramienta clave para centralizar el poder del Estado y
controlar el territorio nacional. Su lealtad al gobierno de Madrid permitió
imponer la autoridad del Estado liberal frente a rebeliones, motines o focos
carlistas y garantizó la estabilidad de los gobiernos moderados.
La Guardia Civil
se consolidó como una de las instituciones más estables y duraderas de la
España contemporánea; su estructura y valores (disciplina, austeridad, lealtad)
le dieron prestigio y una reputación de eficacia incluso más allá del siglo
XIX. Durante los siglos XIX y XX, fue esencial en el control del territorio,
especialmente en zonas rurales.
Y un detalle
final. Como el Ejército o la Milicia Nacional vestían de azul o de rojo. El
duque de Ahumada quiso distinguir a la Guardia Civil de otras fuerzas del
Estado y eligió un color verde oscuro -pero oscuro, oscuro- con ribete negros.
Buscaba una identidad propia, neutral y sobria, en consonancia con el lema del
cuerpo: El honor es mi divisa. Además, me cuentan que, el color verde oscuro
-pero oscuro, oscuro- evocaba por aquellos años disciplina, austeridad y
servicio; valores fundamentales del cuerpo.
El verde oscuro
-pero oscuro, oscuro-, me insisten, se mimetizaba con el verde sombrío de
aquella España gris; era menos visible en el campo y en los montes, lo que
resultaba útil para las patrullas rurales. Además, en pura lógica –“más
sufrido” que dice mi madre: aquel verde oscuro -ya saben- era más
resistente a la suciedad y al desgaste que otros colores de los vistosos
uniformes de aquellos años.
Y resultaba barato
de comprar y mantener; y adecuado para la vida en el medio rural, donde se
desarrollaban la mayoría de sus misiones.
La Guardia Civil,
desde su fundación en 1844, ha formado parte de la vida del país en muchísimos
ámbitos: seguridad, rescates, tráfico, montaña, mar, protección del medio
ambiente, etc. Y desde el año 1989 la Unidad Central Operativa, la UCO es una
unidad fija en el telediario y en las portadas de los Medios porque combate a
las partidas de bandoleros del siglo XXI; es la élite de la Guardia Civil
dedicada a la investigación criminal. Depende de la Dirección Adjunta Operativa
(DAO) y, dentro de ella, del Servicio de Policía Judicial. Un gran invento.
Feliz día de la
Fiesta Nacional de España; Feliz día del Pilar (de la Virgen del Pilar; Feliz
día de la Guardia Civil.