25 jul 2021

VIVA MI CUBA LIBRE... Y TAL Y TAL... (I)

  

Tengo el terrado calcinado y he tenido que salir a la calle con sombrero; el sol, si no está embotellado, acaba conmigo. Y un amigo me ha dicho que llevaba un cubano; sí, un sombrero de paja … y a resultas de ello me he decidido a escribir sobre Cuba. Con la que está cayendo en Cuba, me he atrevido con este análisis, que el amigo Abich certificaría hoy cuando sólo hablan de boinas negras y las protestas se han diluido en el mar de represión

Y me arranco con las ansias de independencia cubana; entonces, de España, que había plantado su bandera en la isla Juana -como Colón la llamó- desde el 28 de octubre de 1492. Pero que sepan que ya en el XVIII tanto los Estados Unidos como Gran Bretaña la querían[1]. Y los del lugar ansiaban ser sus propios señores.


Y no vean como estuvo el tema a lo largo del XIX, donde las logias masónicas campaban por sus fueron y buscaban hacer de aquel amasijo de ingenios azucareros -en manos de terratenientes criollos o españoles de estirpe- y de plantaciones cafetaleras -que explotaban descendientes de los franceses que habían llegado a Cuba huyendo de la revolución haitiana- junto a otras de café, tabaco, cacao, algodón y añil que era lo que la tierra cubana daba. Era un paraíso productivo del que pendía una espada de Damocles: el peligro de una revolución de los esclavos negros. Porque el agro lo trabajaban, explicó el padre
Valera ante las mismísimas Cortes de Cádiz (en 1823), 290.000 esclavos negros (el 40’6% de la población). En fin: una isla de mayoría criolla y minoría europea donde administrativos coloniales, militares peninsulares e inmigrantes españoles en busca de fortuna era grupo dominante -junto a los franceses venidos de Haití- y unos pocos libertos (negros y mulatos); pero el resto, esclavos negros.

La experiencia haitiana[2] de revolución de los esclavos negros era ansiado por estos en la isla española; y era muy temida por blancos y criollos. El primer gran susto llegó en 1812 con la sublevación de José Antonio Aponte, rápidamente sofocada. Como no hay mal que por bien no venga, a resultas, se suprimió el estanco del tabaco (monopolio), decretado en las Cortes españolas de 1636 -y que operaba desde 1764- y se dio una buena libertad comercial.

Al comienzo del XIX las producciones cubanas no tenían competencia; Haití había quedado devastado tras su revolución. Había que mantener aquel estatus sin competencia que reportaba pingües beneficios a los propietarios y a la Corona, lo que agrandaba las ansias de controlar la colonia española. La tranquilidad criolla la proporcionaba la presencia de un fuerte contingente del Ejército español, aunque también les frenaba en los afanes independentistas que recorrieron el continente tras la Constitución de 1812. Eso sí, la influencia de las logias masónicas (desde la de York al Gran Oriente Francés) animaron a la sacarocracia[3] a aumentar sus ansias de libertad que un advenedizo puso en órbita en cuanto no se supo qué hacer con los esclavos negros a los que se les daba la libertad en pleno auge capitalista. Pero vayamos por partes.

En 1837 se abolió la esclavitud en España. En la península no quedaban esclavos desde que en 1766 fueron expropiados por el Estado[4]. Solo Cuba y Puerto Rico quedaron expresamente exentas de cumplir la norma. Y la Cuba del XIX funcionaba a base de esclavos negros y la excelente gestión económica de Claudio Martínez de Pinillos y Ceballos, un criollo de primera generación que gestionó muy eficazmente[5] las cuitas económicas isleñas desde su puesto de Superintendente de la Real Hacienda de Cuba y miembro de la Junta de Aranceles de Madrid. Terminó en el Consejo de Ultramar siendo Grande de España. Dobló las rentas públicas en su etapa cubana y le tocó vivir varias revueltas de esclavos negros, varias de ellas instigadas por blancos y criollos. Algunas estuvieron instigadas por el cónsul británico David Turnbull[6].

En aquella Cuba del XIX hasta hubo elecciones. Esto posibilitó que en 1820 uno de los representante de la Isla de Cuba en las Cortes de España, Félix Varela -el padre Varela, que también era masón-, reclamara la abolición de la esclavitud y, de paso, la independencia cubana. No gustó lo segundo, pero se debatió la primero. El regreso en 1823 del absolutismo del rey felón acabó con el tema.

La masonería, de influencias continentales, no paraba de alentar los aires de independencia. Y aún en la etapa liberal y con un gobierno constitucional en Madrid, desde la logia de La Habana, en sintonía con las ideas de Simón Bolívar, se apoyó una revolución para crear la República de Cubanacán, que el general Francisco Vives sofocó sin piedad. El argumento revolucionario era que España podía terminar cediendo Cuba al imperio británico y los “independentistas” veían mejor la anexión a los Estados Unidos. Por aquellos días, hasta la logia mexicana Gran Legión del Águila Negra también estuvo en la conspiración de 1923; la dirigía Guadalupe Victoria[7], primer presidente (1924) de los Estados Unidos Mexicanos. Cuba estaba muy codiciada.

En fin, que a partir de los años veinte del XIX Cuba vivió, una tras otra, décadas de alta tensión que desde la península no aliviaban. En 1834 se nombró gobernador de la Siempre Fiel Isla de Cuba -el genial nombre que le puso el burócrata de turno- al cartagenero Miquel Tacón y Rosique, mariscal de campo, que se dedicó a fomentar el comercio de esclavos, para rentabilizar la producción isleña que iba viento en popa. Y a exiliar intelectuales que en Europa o en el continente, reforzaban identidad. E igual de tensa fue la década siguiente; tanto que en la Navidad de 1843 se palpaba un ambiente como en el Haití pre revolucionario. El gobierno de los Estados Unidos se ofreció enviar unidades navales de apoyo a los intereses de España. El general Alejandro O’Donnell, gobernador militar y capitán general de Cuba, lo rechazó y desarrolló una campaña de caza del insurgente que marcó la isla para la década siguiente. A Cuba, los capitanes generales llegaban con facultades omnímodas.

Así fracasaron tanto la Conspiración de la Escalera (1844) -que fue más un lío de insurgentes que una revuelta; se denunciaron todos (a golpe de latigazos;el “Año del Cuero”) y salió a la luz el doble juego de todos contra todos en la pretensión de controlar el comercio que salía de Cuba- como las insurrecciones de la década siguiente -de 1850 y 1851- de Narciso López, Joaquín de Agüero e Isidoro Armenteros. Todas las intentonas eran pura testosterona de unos y otros que sólo engendraba sangre, dolor y resentimiento. Pero tanto los criollos blancos como los esclavos negros suspiraban por lo que veían en el continente, especialmente en los Estados Unidos que no paraba de sembrar ideas de emancipación a golpe de dólares, aplicando las teorías del Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe, que llegaron a una selección de figuras del momento. Por no hablar del Club de La Habana y la Orden de la Estrella Solitaria como instrumentos políticos clandestinos que buscaba la anexión a los EE.UU.

La historia cuenta que los terratenientes criollos que vivían en Bayamo empezaron a tramar cómo sublevarse el comenzar la década de los sesenta del XIX. El motivo no era otro que, tras la llegada de la tecnología a sus ingenios, el vapor hacía que los esclavos negros no fueran tan necesarios para mantener la economía a pleno rendimiento. Y esa fue la perfecta combinación/excusa: no saber qué hacer con los esclavos negros (ahora habría que pagarles por su trabajo) y la socorrida ansiedad de independencia de la metrópolis en la clase dirigente; pues sólo quedaban ellos ligados a la Corona española.

Así, el 10 de octubre de 1868, cuando Carlos Manuel de Céspedes proclama una Cuba independiente, el famoso Grito de Yara (que es el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba), en España hacía 3 días que el general Juan Prim había entrado en Madrid, consolidando la Revolución de 1868 que dio paso al sexenio democrático en la península y a una guerra de diez años allí. De Céspedes; era un poeta que se inflamaba con nada y entró en combustión adelantándose a revuelta. Abogado de formación (licenciado por la universidad de Barcelona), durante su estancia en España había colaborado en la insurrección del general Prim (contra el gobierno de Narváez, 1844) y se había visto con el dinero suficiente para comprar el ingenio La Demajagua, un trapiche que el vapor había convertido importante activo industrial. De Céspedes lo vio tan claro que alentó a los esclavos negros de su plantación, a los que liberó, a sumarse a la sublevación. Reclamaba la abolición de la esclavitud. Su alzamiento fue un soberano fracaso (iba a tomar Manzanillo); pero comenzó una guerra de una década en la que él mismo cayó (1874). La economía cubana se desplomó y se contabilizaron más de 200.000 víctimas. La cruenta lucha terminó en 1878 con la Paz de Zanjón, en la que ambas partes se hicieron concesiones. El general Arsenio Martínez Campos neutralizó a los insurrectos y consiguió prolongar el dominio español en Cuba, ahora como provincia española y no como colonia, una veintena de años más; hasta el desastre de 1898. Algunos independentistas cubanos, aunque agotados por la contienda, se resistieron a dejar las armas; como el mayor general Antonio Maceo que convocó la Protesta de Baraguá, en que se dieron una semana para reemprender hostilidades. Pero también fracasó y optó por el exilio en los Estados Unidos.

Insisto: el vapor, que movió el primer ferrocarril La Habana-Bejucal, camino de Güines, (1837) catapultó el proceso de independencia cubana al liberar una importante cantidad de trabajadores, esclavos. El primer “motor de fuego” para un ingenio azucarero llegó a la isla en 1796 y se instaló en el ingenio Seybabo; comenzó a funcionar el 11 de enero de 1797. La máquina fue diseñada por Agustín de Betancourt y Molina, el mejor ingeniero europeo de la época. El segundo equipo de vapor no llegaría hasta 1816; las guerras napoleónicas (el bloqueo continental) lo impidieron. Y aunque al vapor le costó entrar, poco a poco llegó a todos los ingenios y a partir de 1860 redujo la importancia del trabajo de los esclavos negros. Y así comienza el lío.

 

 

 



[1] Gran Bretaña ya había intentado, en 1741, establecer la Colonia Cumberland en tierras cubanas, en un punto cercano a Guantánamo; fracasaron. Cuando la Guerra de los 7 años (con Francia, pero en la que nos metimos por lo de los Pactos de Familia) desembarcaron de nuevo los británicos en Matanzas y el 14 de agosto de 1762 entraron en La Habana. Tras once meses, en julio de 1763, Inglaterra y España acordaron un canje: parte de la Florida quedaría en manos de los ingleses a cambio del retorno a España de La Habana y Cuba en su totalidad. Y los EE.UU. que no pararon desde las presidencias de James Buchanan (1857-1861) Abraham Lincoln (1861-1865) y Andrew Johnson (1865-1869) en base a que ya el presidente Jefferson (1801-1809) presentó la tesis de expandir los dominios norteamericanos y justificó Cuba como barrera defensiva para el Golfo de México.

[2] Haití había marcado la pauta con su revolución y la independencia. Cuando en el último tercio del XVIII Francia subió los aranceles al tabaco, aquellas tierras abandonaron el cultivo de la solanácea -muchos esclavos huyeron, como lo hacían de las encomiendas españolas de la otra parte de la isla, y se establecieron en ambientes selváticos y libres; se les llamó cimarrones. La isla, entonces, se dedicó a la caña de azúcar, el café y el añil (cultivando indigoferas). Más de la mitad del azúcar del mundo salía de Haití cuando estalló la Revolución francesa; la de todos los hombres libres e iguales. En 1790, la Sociedad de Amigos de los Negros, compuesta allí por mulatos influyentes, inició presiones para el reconocimiento de sus derechos por parte de París. En lugar de eso, la Asamblea extendió los derechos políticos a los blancos no propietarios y pasó de los negros. El desengaño llevó al primer levantamiento armado que fue sofocado. Pero para los hacendados eso de tener negros libertos que contratar -y pagar- para trabajar en sus plantaciones, de la noche a la mañana, como que no les gustó nada. Y se sucedieron las insurrecciones donde hubo más de un disparo, muchos muertos y hasta una ceremonia de vudú que “ordenó venganza”. Y bien que se vengaron unos de otros y otros de unos. Para calmar los ánimos, la Asamblea Nacional francesa (1792) otorgó la ciudadanía a los hombres libres de color de Saint Domingue (como se llamaba la isla); otra vez a los mulatos, pero no a los negros. Nuevo cabreo y tras él, asalto viene, matanza va, hasta que la Convención francesa declaró abolida la esclavitud el 4 de febrero de 1794. Fue en balde. Entonces, los británicos tomaron Puerto Príncipe, y España atacó la parte oriental de la isla prometiendo libertad a los esclavos. Fue así como los principales dirigentes de la rebelión pasaron al bando español. Y más lío bélico. Pero por el Tratado de Basilea (habíamos perdido la Guerra del Rosellón), en 1795, tuvimos que entregar a Francia la mitad de isla que nos pertenecía y repatriar nuestras tropas a Cuba; y con ellas embarcaron huyendo de la venganza de los esclavos negros las familias francesas que dominaban las plantaciones y que se llevaron consigo esquejes y sus secretos sobre al azúcar, el tabaco y el añil. Los británicos también abandonaron la isla y dejaron solo a Toussaint de Breda, entrenado militarmente por los españoles (grado de general del Ejército del Rey de España), quien lideró una revuelta final. Por ser el iniciador de la misma le llamarían Toussaint L’Ouverture (Toussaints El Iniciador). En julio de 1795 renegó de España y se unió a Francia, donde se le reconoció el rango de general de la República Francesa, ascendido a general de división, por el Directorio en París, en 1796. La historia es más larga; pero como aquí hablamos de Cuba, baste con decir que entonces Napoleón ordenó su captura (murió el haitiano en una prisión del Jura) y fue su sucesor, Jean-Jacques Dessalines, quien proclamó la independencia de Saint-Domingue, en 1804, y la bautizó como “tierra montañosa”, Haití, en arahuaco (la lengua original de la isla). La Constitución haitiana de 1805, en su artículo 12 decía que “ningún blanco pisará este territorio como amo o propietario”… y ninguno quedaba desde que entre febrero y abril de 1804 masacraron a los pocos blancos que no había salido con las tropas españolas. Un tal Jean Zombi marcó la pauta y su nombre está ligado a las historias del vudú. Y de lo sucedido en Haití, especialmente en la primavera de 1804, todos los territorios caribeños tuvieron noticia y miedo a una revuelta de esclavos negros.

[3] Aristocracia azucarera cubana; casta de los grandes propietarios de ingenios azucareros.

[4] Fueron liberados o vendidos, en el caso de los africanos, a Marruecos

[5] Racionalizó y disminuyó los impuestos y trabas a la producción y el comercio, fomentó el desarrollo agropecuario y el comercio exterior e interior; creó el Depósito Mercantil, extendió el uso de la contabilidad y publicó unas Balanzas anuales del comercio que fueron las primeras en España. Mejoró el Jardín Botánico y los hospitales y casas de socorro, creó escuelas y caminos vecinales. Dio impulso al mundo científico y literario y fundó el Archivo Nacional. Las rentas públicas se doblaron en sus quince años al frente de esa gestión.

[6] Corresponsal de The Times participante clave en la Convención Mundial contra la Esclavitud de la Sociedad contra la Esclavitud de 1840; fue cónsul en Cuba entre 1844 y 1846, cuando fue expulsado.

[7] José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix

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