22 jul 2023

DE ORCAS Y DELFINES. ¡TRELLAT!

  

Cuando yo era pequeño, a mi padre le gustaba entrar a Benidorm por La Cala y Poniente y pasar por delante de los bicharracos marinos, oscuros y dentados, que pintó el cartelista, decorador y empresario Felipe Pastor González en lo que yo siempre llamé ‘la trasera’ de su hotel -Gran Hotel Delfín- y que a muchos les ha dado ahora por llamar ‘fachada norte’. Vale: un muro.

(del plano original)


A mi neurona de entonces, predecesora de la de ahora, le chirriaba que algo tan simpático como un delfín –en el Gran Hotel Delfín- pudiera ser identificado con aquellos bichos negros y siniestros allí pintados.

¡Coño, que resulta que es arte!; ¡qué falta de sensibilidad la mía!

Como se respondía Eugenio a su pregunta: ¿a usted le gusta la pintura?: más de un bote, me empalaga. Pues eso me pasa a mí. Bueno, confesemos: me gusta Vermeer[1]; esa luz entrando por la izquierda… y mi cuadro de cabecera, “El geógrafo”.

Lanzada esa carga de profundidad, vuelvo al tema –que si delfines, que si orcas- y les cuento que…

Yo era fan de Flipper, el delfín protagonista de una de las grandes series familiares de los años sesenta. Estrenada en los EEUU en 1964, llegó a España en el otoño del 68. El delfín Flipper era imprescindible en las aventuras que corrían Sandy y Bud, los hijos del guardia del parque marino de Coral Bay -una hipotética y cuasi paradisíaca reserva marina, entre Florida y las Bahamas; que nunca me enteré bien-, donde el viudo padre de familia intentaba educar de forma seria y responsable a sus dos vástagos, que aprendían más en el parque marino gracias a su amigo Flipper que yendo al cole.



Flipper –siempre me decía mi padre- era un delfín mular -también llamado de nariz de botella-, muy inteligente, simpático y divertido, de lomo gris azulado. Yo era un niño y esa percepción me acompaña. 

Y los bichos de don Felipe -¡que son orcas!; de niño y de mayor, aunque animalotes de la familia de los delfines son- tienen una dentadura tiburónica que daba y da miedo.  

Los delfines tienen su dentadura, oiga; pero parecen el osito de ‘mimosín’ al lado de los monstruos marinos de la redicha fachada norte.

Y vuelvo a mí.

Por aquellos entonces de finales de los sesenta yo era -quiero creer- un tierno infante que disfrutaba con las aventuras de Flipper, el mejor delfín de la tele -y el más conocido de la historia-, y estaba cada martes pegado al televisor al volver de los Jesuitas para ver sus aventuras. Flipper era ingenioso y muy hábil. Y -¿por qué no contarlo?-  me chocaba oír al guardia del parque llamar por radio con el identificativo “doble K, 9-8-9-7”. Me hacía gracia -recuerden, niño- lo de doble K: K-K. Cosas escatológicas de la infancia; con permiso de un tal Freud.

Por aquellos días, que aún lo recuerdo con cariño, del Selecciones, del Reader’s Digets, me había buscado mi padre un artículo sobre el entrenamiento militar de los delfines (en plena Guerra Fría). Alucinante.

He buceado, cual delfín mular, en la web y no doy con el ejemplar en sí, pero no vean la de entradas que sobre este tema hay en la web.

La Unidad del Programa de Mamíferos Marinos (NMMP) de la Navy de los EEUU y su homónima rusa son la repera; allí, en la zona oscura del Este de Europa los llaman “delfines de combate”.

Se emplearon por los yanquis los delfines con frecuencia en los operativos en la Guerra del Vietnam y, más recientemente, en el Golfo Pérsico. También realizan labores de vigilancia en las bases californianas y de Florida para la Navy. Y, por su parte, Rusia es ahora mismo el país con mayor número de programas de adiestramiento animal marino y también el que más diversidad de especies emplea. La mayoría de los programas son herencia soviética, pero ahora mismo tienen en marcha programas de entrenamiento, además de con delfines (en el Mar Negro), con focas y belugas –otro bichejo marino primo hermano de los delfines y blanco total; no negro como las orcas de don Felipe- en el Ártico (por eso los eligieron blancos).



Y vuelvo a la mediática fachada del hotel Delfín, que pasará a mejor vida.

Yo, que sabía de la forma y hocico de aquel simpaticote delfín que era Flipper, al pasar delante de las orcas dentudas de don Felipe en la trasera de su hotel me sobrecogía sólo de pensar que alguien pudiera identificar semejantes bichos con Flipper, mi héroe náutico. Vamos, que yo era -y soy- un convencido admirador de los delfines (mulares); lo de Liberad a Willy me pilló muy mayor y con muchos documentales de La 2 a mis espaldas para admirar a las orcas.

Insisto, lo de la pared en cuestión que aquí hoy nos trae ¡son orcas!

Sí, bichos de la familia Delphinidae (como los delfines) que son cetáceos odontocetos (‘odonto’, ¡diente!; ¡¡dentados!!),  pero del género Orcinus, con su particular coloración blanca (en la barriga) y negra (en el lomo), propia de cada individuo, siendo sus principales características la fuerza, la velocidad y una supina inteligencia. Y al encontrarse en la cúspide de la cadena alimentaria y no existir nadie que les achante, las orcas son unos muy eficientes superdepredadores .

Imagino que a don Felipe le subyugaban las orcas, a pesar de no haber vivido ‘la movida Willy’, la orca simpática -película y tres secuelas de postre- con la que estos bichos comenzaron a tener ciertas simpatías al mismo tiempo que llegaban los documentales y nos contaban sus aventuras y desventuras del resto de avifauna oceánica.

Reconozco que las llamadas ballenas asesinas pertenecen a la familia de los delfines -¡Vaya por Dios, don Felipe!-, aunque no resultan tan simpáticas como los delfines (y a las pintadas en la fachada norte del Hotel Delfín me remito, aun sabiendo que mi garganta profunda mantiene que son sardinas risueñas).

Poseen las orcas un muy peculiar manto cromático –negro y blanco- que cubre su cuerpo; y una mancha blanca cerca de los ojos que las identifica más. Amén de su aleta dorsal. Para mí –insisto-… ¡don Felipe pintó orcas!

Ya Plinio el Viejo las puso a parir.[2] En su Historia Naturalis (77 dC), las describió como monstruosas, muy en la línea de los bichos de Pastor. Y en esta visión persisto yo. Orcas, son orcas; y no delfines.

Las orcas son bien conocidas por su inteligencia y sus extraordinarias técnicas de caza; las orcas, como dije con aquello de “Y al encontrarse en la cúspide de la cadena alimentaria” no tienen depredadores, han desarrollado técnicas feroces de combate y caza y se alimentan de animales de sangre tanto caliente como fría: peces, focas, leones marinos, pingüinos, tortugas, tiburones y hasta aves. En manada, son capaces hasta de cazar ballenas jorobadas. Les va la marcha.

Ahora mismo resulta que les ha dado por los timones de los veleros. En los últimos tres años, la población de orcas de las aguas de la Península Ibérica ha acaparado la atención de los navegantes por haber protagonizado algún ataque a embarcaciones en la zona del Estrecho, principalmente.

Y yo, a lo mío: lo que la fachada norte del Hotel Delfín tiene pintado son orcas.

Felipe Pastor (La Bañeza, León, 1918 – Madrid, 2009), hijo de artista plástico, bien pronto demostró aptitudes para con el dibujo; a los diez en ristre. Inauguró la década de los treinta como delineante en el Instituto Geográfico y Catastral, mientras en la Escuela de Artes y Oficios obtenía hasta una docena de premios extraordinarios y, con ellos, una beca para su ingreso en la Escuela de Arquitectura. La Guerra Civil le cogió en segundo curso de carrera y Felipe cambió planos por carteles en la zona Republicana, lo que no le impidió, al terminar la contienda, labrarse un porvenir como decorador dejando su impronta en los hoteles Emperador y Plaza de Madrid -y Ritz, en Lisboa-, el Edificio España y la Torre de Madrid. Pero sin lugar a duda, el Teatro Lope de Vega fue su gran obra… y le llegó la fama y la gloria pecuniaria.

Y se metió a empresario. Pastor construyó en Madrid el Hotel Carlton y descubriendo Benidorm se animó a construir aquí el Hotel Los Dálmatas en el Rincón de Loix y el Gran Hotel Delfín (1963) en la Playa de Poniente. Paco Amillo lo ha contado muy bien en su blog[3].

Pastor tuvo proyección internacional más allá del Ritz de Lisboa con otros proyectos decorativos de envergadura en Tánger y Lausana. En 1964 le fue concedida la Medalla de Oro al Mérito Turístico… y no por pintar los bichos de la trasera de su hotel.

Y el amigo Manolo Moncada, que conoció bien el Gran Hotel Delfín, me ha contado que “fue una gran escuela para la profesión turística”, con “Don Felipe siempre al frente”. Y también algunos detalles de la intrahistoria que complementan muy bien lo narrado por Amillo en lo urbanístico –“al final iban a ser tres edificios tranvía de apartamentos que se convirtieron en uno solo con un añadido en ‘T’ que se destinó a hotel”-; en lo decorativo -“Don Felipe trajo un mobiliario exclusivo al hotel con piezas de anticuario”-; y en lo operativo: “había normas para todo, disciplina y 149 personas trabajando para un hotel de 99 habitaciones, 33 por planta y 2 viviendas en el ático, para don Felipe y su hermano”.

Y de la fachada norte, lo mismo que todos: un dibujo –de sardinas risueñas, orcas dentudas- que don Felipe mandaba repintar todos los años.

Manolo no entra en si son orcas o sardinas sonrientes. Manolo: ¡son orcas!

Y ahora que ha surgido la polémica (politizada) -y una supuesta campaña en RRSS- hay voces que hablan del “valor” del “famoso mural” que no pasa de emocional o simbólico al cumplir 50 años (el 20 de julio lo hizo) “el icono de Benidorm”.

¡Rediez! Yo no conozco otro icono de Benidorm que la Isla de Benidorm.

Cierto es que hay una opción técnica para separar la fachada norte del cuerpo del edificio y conservarlo a través de lo que se conoce como proceso de estabilización de fachadas. Esto implica ganas y mucha pasta.

Se necesita sajarla del cuerpo edificado y endiñarle una estructura auxiliar y temporal que asegure la estabilidad de la fachada norte en cuestión.

Gracias a la estabilización intentaríamos evitar abombamientos en el muro, y dislocaciones o deficiencias en el zunchado de las caras.

La función de esta estabilización es suspender por un tiempo el trabajo mecánico que realizan los elementos estructurales del edificio mediante una transferencia de esfuerzos, constituyendo un sistema de equilibrio de fuerzas formado por los elementos de apeo y los propios del edificio apeado, dicho en finolis.

La principal función de un estabilizador de fachadas es sujetar sin riesgos una parte de un edificio mientras se lleva a cabo otra acción sobre el mismo; se transfieren las cargas actuantes a zonas seguras hasta que la intervención se dé por finalizada. Y barato no es, adelanto.

Yo, para murales de delfines –¿qué quieren que les diga?- me quedo con el fresco de Knossos, Creta; pintura minoica[4]. O con los delfines de Gla (Beocia, Grecia)… que ya en sí se trata ya de la recomposición de una obra que los mismos griegos eliminaron en el Heládico tardío, entre 1.350 y 1.190 aC; ahí es nada. Y en estos dos casos -sin bucear mucho más, que lo hago a pulmón- los delfines parecen delfines: desde su color a sus formas.

Ah, y para comprobar las formas de los delfines en Benidorm, que de vez en cuando se asoman por la bahía, los de Mundomar.

Lo de la pared del hotel de Benidorm en cuestión, son orcas.

Y si el valor sentimental se define como el valor personal y afectivo de algo, derivado de los recuerdos personales asociados al mismo... ya me dirán qué recuerdos personales. Si tarifan los míos… mejor que no; ya se pueden imaginar la respuesta.

El valor sentimental es un intangible que no puede ser valorado por terceros; si lo aceptas, pues bueno.

Como mucho, démosles -al menos- un valor simbólico que no es más que un concepto teórico para designar un posible valor que escapa de toda lógica.

En este tema, yo pido trellat: razón, fundamento lógico, claridad de juicio; trellat como reivindicación de la razón práctica. Trellat, como conjuro ante la obsesión de sacar rédito de cualquier iniciativa. Trellat; simplemente trellat.

 

 


 



[1]  Johannes Vermeer van Delft (1632-1675), Edad de oro neerlandesa; pintura costumbrista.

[2] Cuenta Heródoto que en la antigua Esparta era normal que cuando una mujer superaba los nueve meses de embarazo, otras mujeres fueran a su casa para discutir violentamente con ella. Era el momento donde las mujeres sacaban fuera todos los trapos sucios y todos los reproches que se habían guardado durante la gestación para evitar problemas al niño. Aunque no supieran explicarlo desde un punto de vista médico, las discusiones acaloradas hacían que las embarazadas rompieran aguas con mayor facilidad, lo que precipitaba un parto que de otra forma se habría podido alargar algunas semanas. Este rito tenía además una doble función para la ciudad. Por un lado, el hecho de que las espartanas tuvieran estos momentos de gran sinceridad en un punto crucial de sus vidas ayudaba a reforzar los lazos de unión dentro de la población; además, si el bebé era un varón, los espartanos pensaban que llegar al mundo en un ambiente de hostilidad y disputas forjaría su carácter desde el nacimiento. Por estos motivos era normal la expresión «ir a poner a parir a alguien»

[4] Entre 1700 a. C. y 1460 a. C. se desarrolla, en la cultura de la isla de Creta, una manifestación artística pictórica basada en la composición, el ritmo y las proporciones como aspectos más innovadores.

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