29 dic 2014

DE VIAJEROS, TURISTAS Y EXCURSIONISTAS


Leyendo “Aproximación  a la Hª del Turismo en el Reino Unido, siglos XVIII-XX”, de John K. Walton (U. Central Lancashire) me he tropezado con la manida y problemática distinción entre viajeros, turistas y excursionistas (travellers, tourist, trippers) que en los años 80 y 90 del pasado siglo inundaban las disquisiciones académicas -y profanas- en nuestro país sobre “las clases” de turistas.

Y eso me ha llevado hasta el sociólogo francés Pierre Bourdieu, un “sociólogo de nuestro tiempo” que estudió los mecanismos de reproducción de las jerarquías sociales y llevó su análisis a todos los campos. Y entre ellos, al turismo, incluyendo la Teoría de la Acción, la Teoría de los Campos y el concepto “hábito” que tanta fama le dio; incluso esa frase que le he encontrado: “En el origen de la mayor parte de las fotografías están la familia y el turismo”. No sufrió Bourdieu el impacto del Facebook (todo quisque “colgando” fotos), pero la frase, reconozcámoslo, no tiene desperdicio.

Bueno, pues a lo que íbamos; que me pierdo.

El concepto de “distinción” entre viajeros, turistas y excursionistas (travellers, tourist, trippers) se remonta a las obras de Pierre Bourdieu, analizando el consumo francés a fines de los años sesenta del siglo XX, pero quizás la elaboración más influyente para esta historiografía, señala Walton, ha sido la del norteamericano James Buzard buceando en la literatura británica y en su análisis de la novela victoriana de Dickens y coetáneos, plasmado inmejorablemente en “The Beaten Track: European Tourism, Literature and The Ways to ‘Culture’: 1800-1918”/El circuito Turístico: Turismo europeo, Literatura y las maneras de ‘Cultura’; 1800-1918” (Oxford, 1993) donde parece que se aclara todo.

Resulta que  su encarnación turística este concepto -viajeros, turistas y excursionistas- se origina en los prejuicios de la aristocracia y, más tarde, de las nuevas clases adineradas del Reino Unido hacia las gentes menos pudientes que llegaron a compartir con ellas los espacios hasta entonces exclusivos, bien fuera una playa inglesa (porque a los ingleses les dio muy pronto por ir a las playas… que debió ser cosa de un cambio climático a comienzos del XVIII; incluso de la manía higienista), bien fuera un museo de bellas artes en Italia (menos).

La aristocracia británica (y las clases adineradas de la pérfida Albión) manifestaban un desprecio absoluto hacia la presunta falta de educación y de “capital cultural” (la célebre aportación al tema de Bourdieu) de los recién llegados -ahorradores que podían permitirse aquellos lujos-, acusándoles de pasar rápidamente por los sitios históricos y de moda, guía en mano, no entendiendo realmente lo que miraban por no haber experimentado la duradera instrucción clásica del gran señor y del caballero, como mantiene Buzard y que ya “denunciara” John Pemble en su “The Mediterranean Passion: Victorians and Edwardians in the South/La pasión mediterránea: victorianos y eduardianos en el Sur” (Premio Wolfson 1987; Faber & Faber). Este profesor de Historia Moderna en la Universidad de Bristol lo tiene más claro que nadie.

Según toda esta gente, especialmente Pemble, los viajeros (travellers) eran los de la aristocracia y la alta burguesía británicas que disponían de la formación cultural suficiente y el capital económico para permitirse el ocioso trance que les posibilitaba hacer viajes largos que les abrían oportunidades para explorar, elegir y entender todo lo que había en los lugares a los que viajaban. En un segundo nivel estaban los burgueses adinerados (tourist); sí, tenían el dinero suficiente y lograban el tiempo de ocio necesario para viajes -mucho más rápidos que los anteriores-, pero que carecían de su educación, con lo que miraban y experimentaban las cosas que les mostraba una creciente industria del turismo sin relajarse en su disfrute como lo hacían los primeros. Estos eran calificados de meros “turistas”. Finalmente estaban los integrantes de la pequeña burguesía, e incluso de la clase obrera cualificada, que sabían ahorrar dinero para pasar un día o un fin de semana en un lugar de esparcimiento; para ellos reservan la palabra “tripper” (excursionista), casi despectivo, para calificar a esa grey ruidosa, borracha e inmoral que ni mira ni contempla y sólo busca disfrutar el momento y el lugar, a su modo. Esa calificación y la reseña “británica” me suena a muy moderna; ¿a ustedes no?

Y así, resulta que estos discursos -o maneras de calificar-, que nacieron en el siglo XIX, se mantuvieron y afectaron a la política de muchos balnearios -y de otros sitios ingleses de vacaciones, incluso parecidos- que deseaban rechazar a los excursionistas (trippers), pero que no podían excluirles, ya que necesitaban su dinero constante y continuado. ¿Esto también les suena, no?
Y en esas que Walton sugiere que “Gran Bretaña no sólo dio al mundo el deporte del fútbol, sino también las vacaciones a orillas del mar, dos de las más difundidas invenciones culturales del mundo contemporáneo”. Y a ver quién se lo rebate.

Fue en Inglaterra donde se produjo el primer desarrollo de la ciudad especializada en baños de mar: Brighton fue casi la capital de verano del Reino Unido a partir de 1780.

Pero no olvidemos que Margate (el pueblín de pescadores cuyas playas captaron las vacaciones de mar desde 1735) fue el centro de vacaciones de playa de “los plebeyos” de Londres por antonomasia, sin olvidar a Scarborough y a su vecina Whitby disputándose, las cuatro y cada una en su nivel, el título dieciochesco de primera ciudad turística de baños marítimos del Mundo (moderno) en las frías aguas del Mar del Norte, estas tres últimas.

Famosas aún son, en el recuerdo, las “máquinas de baño” de Margate (como las de Brighton y los demás sitios de baños de mar)… que no son más que nuestras “casetas de baño” que no eran más que un carro, tirado por caballería (allí, y vacas aquí), que introducía el conjunto balneario sobre ruedas en el mar; la altura de las ruedas del carro permitía una buena entrada marítima. Vamos, que se perdían el inicial chapoteo en la orilla o la carrerilla hasta poder mojarnos medio cuerpo al menos. El carro estaba cubierto (madera y telas) para que en su interior se cambiaran los bañistas (lejos de miradas indiscretas) y disponía de escalera para “bajar al mar”. Hasta existía la figura del bañero (y la bañera), persona a sueldo que les ayudaba a bajar de la caseta o les daba la mano en el agua. Los “dippers” británicos eran los ayudantes del bañero y eran los encargados de empujar las “máquinas de baño” cuando se pensó que meter las caballerías en las playas y en la orilla del mar no era lo más higiénico.

En defensa de los trippers diré que lo suyo no estaba mal -las escapadas de fin de semana a la playa- pues la práctica médica aconsejaba, hasta bien entrado el siglo XX, no tomar más de 9 baños de mar en todo el verano… porque desgastaban mucho.

Ah, de lo de tomar el sol… ni les cuento. Los baños de mar eran saludables: pero los de sol, contraproducentes... llegando a perjudicar la piel.






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