Por aquí me ando, disfrutando como un enano con el libro de Sasha D. Pack sobre el turismo en España. La primera foto de
Benidorm (de momento) en la página 20; es de 1967.
Hasta el momento, no me descubre nada nuevo; pero me enseña
otros aspectos, o me confirma cuestiones como que España fue el primer país en
tener un organismo específico para el turismo: en 1905, “cinco años antes de que aparecieran en Francia y Austria, país que
probablemente recibían entonces diez veces más turistas que España”, o que “el turismo fue una forma de ligarnos a la
Europa democrática”. Y cita a Amando de Miguel (1971): “España, con turistas, empezó a ser menos
diferente”. Coincido con él en que es mucho decir que “sin turismo, la transición democrática no hubiera tenido lugar”,
porque el fruto lo pedía ya la planta.
Cuenta que lo del “turismo” es antiguo. Lo que no sabía es
que en 1571 se había prohibido la entrada en España a los ingleses; y a los
demás se les ponía condiciones… y tampoco venían. Es que en cuanto tuviera la
piel clara… terminaban catalogados de luteranos, como mínimo. En Italia la
restricción a los protestantes se les retiró en 1630… pero continuó en España.
Y esto, nos retrasó.
Luego, cuando en el XVIII los viajes “se popularizan”, nos
quedamos fuera de “los circuitos internacionales”. Y los pocos que se atreven
son víctimas de los bandoleros, señalando siempre “la inclinación española al delito” al tiempo que calificaban de “venenosamente mala” nuestra cocina.
Con Carlos III comienza el cambio. El ministro Campomanes se
ocupa de que “nacionales y extranjeros
puedan viajar de sitio a sitio sin las dificultades [que han venido
encontrando] hasta ahora”. Floridablanca y Jovellanos potencian
comunicaciones y alojamientos… aunque Richard Ford, el gran viajero e irredento
prohispanista califica los alojamientos patrios en 3 categorías: “malos, peores y atroces”. Y aún así,
seguían viniendo. Théophile Gautier, otro hispanista de pro, señala que “el viaje a España es tan arriesgado como una
expedición al interior de África”.
El periodo entre 1808 -inicio de la Guerra contra el
francés- y 1839 -final de la I Guerra Carlista- dinamitó todo el esfuerzo
previo, pero a partir de entonces, la nobleza importó la moda del “veraneo” francés a la cornisa cantábrica
destacando San Sebastián a partir de la línea férrea Madrid-París. Hay ambiente
para el turismo, pero falla todo lo demás. Ramón de Mesonero Romanos, romántico
de espíritu ilustrado, que recorrió Europa durante la Regencia de María
Cristina de Borbón (minoría de edad de Isabel II), al regresar (1840), nos lee
la cartilla; y Pack lo cuenta: necesitamos la “mejora de nuestros caminos y de la seguridad personal… de buenas fondas
y paradores, de tolerancia y de buenos modales de los paisanos para hacer
accesible España a los ‘touristas’”. Touristas, que los llama.
Pese a estar como estábamos, en 1870 España será el primer
país en organizar su promoción como destino turístico internacional y en crear
las primeras agrupaciones de empresarios turísticos y sociedades locales de
promoción. En 1872, La Concha se convierte en el centro playero más importante
del país y comienzan a brillar Sitges, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, Málaga y
Alicante.
Tras los primeros éxitos, Barcelona se lanza (1882) a la conquista de
turistas de la Costa Azul francesa, “abarrotada”,
gracias al enlace ferroviario con la frontera, y Málaga (1897) crea el primer
gran organismo, la Sociedad Propagandística del Clima y Embellecimiento, en
cooperación con el consulado británico que se implica en el proyecto. Y así,
comenzamos a aparecer en las primeras guías de nivel, como la Baedeker -o la de
Thomas Cook-, aunque nos consideren “un
destino para clientes aventureros en busca de lo exótico e inexplorado”.
Y no sé qué pensar, porque veníamos del “desastre del 98” y
no creo yo que el país estuviera más que para el pesimismo. Ahora bien, también
reconozco, como dice Pack, que “la
supervivencia de España como nación se tenía que apoyar en la modernización
económica y social”. Y apostaron por el turismo: Comisión Nacional para
fomentar las excursiones artísticas y de recreo al público extranjero (1905).
Una vez más, por primera vez en Europa, un Estado apuesta por el turismo,
sentencia el norteamericano.
“La industria de los forasteros” tuvo mucho que ver en ello. El
librito (1903) lo publicó, con prólogo de Joan Alcover (el poeta autor de La Balanguera, el himno mallorquín), el
periodista, abogado y economista catalán Bartolomé Amengual Andreu. En Palma se
construyó el Grand Hotel (1901) y se vio que por sí solo no era capaz de atraer
a una clientela adinerada (que es lo que buscaba su promotor, Joan Palmer
Miralles). El modelo de rentabilidad lo estaba ofreciendo el periodista Miguel
de los Santos Oliver, con sus artículos en La
Almudaina, bajo la sección “Desde la
terraza”. Y bien que oteaba. Las ideas de Oliver las aplicó Palmer en su
hotel y Amengual en su librito donde se explica cómo hacer rentable “la industria de los forasteros” y hasta
propuso la constitución de una sociedad de promoción, Pro Maiorca, que
desembocó (1905) en la Sociedad de Fomento del Turismo de Mallorca. Amengual
creó también la Societat d’Atracció de Forasters de Barcelona (1907) con
idénticos objetivos. Estas dos iniciativas, y la posición de San Sebastián y
Santander, colocaron ya a España en el Mapa de los Grandes Turistas
(británicos, franceses y norteamericanos).
A partir de ahí, dos marqueses impulsaron tanto la
recuperación de monumentos (para visitas, marqués De la Vega Inclán) como la
creación del “Circuito español para
turistas extranjeros”, promovido por Salvador Samá i Torrents, por dos
veces alcalde de Barcelona y 2º marqués de Marianao. Benigno de la Vega-Inclán
fue, al poco, el primer director de la Comisión Regia de Turismo (1911) y organizó
las exposiciones Sunny Spain, en
Londres y Nueva York, en 1914… pero estalló la IGM y nuestros turistas en vez
de venir al sol de España… se nos fueron a la guerra.
Con Primo de Rivera siguió la organización y promoción de
nuestra incipiente capacidad turística pero las guías, señala Pack, seguían
insistiendo en que “falta higiene y sobra
suciedad en las ciudades”. Claro, no había descubierto las playas.
Aquí llegados, merece la pena destacar el esfuerzo de una
publicación de 1926: “El peregrino y el
turista”, una revista quincenal ilustrada que “mezclaba ligeras sátiras sobre el primitivo estado del sector con ardientes
propuestas de mejora”. Don Aniceto, “arquetipo
del español entusiasta” era el protagonista, al tiempo que los mensajes de
Antonio Bermúdez Cañete sentaban cátedra turística. Bermúdez viajó por Europa y
tomó buena nota de lo acertado y nefasto del turismo, y lo plasmaba. Fue
profesor de la Universidad de Munich (1921-26), de donde fue expulsado por los
nazis (y eso que tradujo el Mein Kampf
al español), y terminó muy malamente sus días en la checa del Círculo de Bellas
Artes de Madrid (1936). Pero desde 1926 había abogado por “hacer sistemáticamente -del turismo- una fuente de ingresos
considerable que traiga a nuestra patria la riqueza que nuestro -trágicamente desfavorable-
comercio exterior cotidianamente se nos lleva”. Criticaba, desde “El peregrino y el turista” que la
Comisión Regia de Turismo fuera “esencialmente
un organismo artístico… en lugar de una empresa predominantemente comercial”.
Esto ha cambiado poco. Ya les contaré más.
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