17 ago 2016

DE LA INDUSTRIA DE LOS FORASTEROS (I)


Por aquí me ando, disfrutando como un enano con el libro de Sasha D. Pack sobre el turismo en España. La primera foto de Benidorm (de momento) en la página 20; es de 1967.

Hasta el momento, no me descubre nada nuevo; pero me enseña otros aspectos, o me confirma cuestiones como que España fue el primer país en tener un organismo específico para el turismo: en 1905, “cinco años antes de que aparecieran en Francia y Austria, país que probablemente recibían entonces diez veces más turistas que España”, o que “el turismo fue una forma de ligarnos a la Europa democrática”. Y cita a Amando de Miguel (1971): “España, con turistas, empezó a ser menos diferente”. Coincido con él en que es mucho decir que “sin turismo, la transición democrática no hubiera tenido lugar”, porque el fruto lo pedía ya la planta.

Cuenta que lo del “turismo” es antiguo. Lo que no sabía es que en 1571 se había prohibido la entrada en España a los ingleses; y a los demás se les ponía condiciones… y tampoco venían. Es que en cuanto tuviera la piel clara… terminaban catalogados de luteranos, como mínimo. En Italia la restricción a los protestantes se les retiró en 1630… pero continuó en España. Y esto, nos retrasó. 

Luego, cuando en el XVIII los viajes “se popularizan”, nos quedamos fuera de “los circuitos internacionales”. Y los pocos que se atreven son víctimas de los bandoleros, señalando siempre “la inclinación española al delito” al tiempo que calificaban de “venenosamente mala” nuestra cocina.
Con Carlos III comienza el cambio. El ministro Campomanes se ocupa de que “nacionales y extranjeros puedan viajar de sitio a sitio sin las dificultades [que han venido encontrando] hasta ahora”. Floridablanca y Jovellanos potencian comunicaciones y alojamientos… aunque Richard Ford, el gran viajero e irredento prohispanista califica los alojamientos patrios en 3 categorías: “malos, peores y atroces”. Y aún así, seguían viniendo. Théophile Gautier, otro hispanista de pro, señala que “el viaje a España es tan arriesgado como una expedición al interior de África”.

El periodo entre 1808 -inicio de la Guerra contra el francés- y 1839 -final de la I Guerra Carlista- dinamitó todo el esfuerzo previo, pero a partir de entonces, la nobleza importó la moda del “veraneo” francés a la cornisa cantábrica destacando San Sebastián a partir de la línea férrea Madrid-París. Hay ambiente para el turismo, pero falla todo lo demás. Ramón de Mesonero Romanos, romántico de espíritu ilustrado, que recorrió Europa durante la Regencia de María Cristina de Borbón (minoría de edad de Isabel II), al regresar (1840), nos lee la cartilla; y Pack lo cuenta: necesitamos la “mejora de nuestros caminos y de la seguridad personal… de buenas fondas y paradores, de tolerancia y de buenos modales de los paisanos para hacer accesible España a los ‘touristas’”. Touristas, que los llama.

Pese a estar como estábamos, en 1870 España será el primer país en organizar su promoción como destino turístico internacional y en crear las primeras agrupaciones de empresarios turísticos y sociedades locales de promoción. En 1872, La Concha se convierte en el centro playero más importante del país y comienzan a brillar Sitges, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, Málaga y Alicante. 
Tras los primeros éxitos, Barcelona se lanza (1882) a la conquista de turistas de la Costa Azul francesa, “abarrotada”, gracias al enlace ferroviario con la frontera, y Málaga (1897) crea el primer gran organismo, la Sociedad Propagandística del Clima y Embellecimiento, en cooperación con el consulado británico que se implica en el proyecto. Y así, comenzamos a aparecer en las primeras guías de nivel, como la Baedeker -o la de Thomas Cook-, aunque nos consideren “un destino para clientes aventureros en busca de lo exótico e inexplorado”.

Y no sé qué pensar, porque veníamos del “desastre del 98” y no creo yo que el país estuviera más que para el pesimismo. Ahora bien, también reconozco, como dice Pack, que “la supervivencia de España como nación se tenía que apoyar en la modernización económica y social”. Y apostaron por el turismo: Comisión Nacional para fomentar las excursiones artísticas y de recreo al público extranjero (1905). Una vez más, por primera vez en Europa, un Estado apuesta por el turismo, sentencia el norteamericano.

La industria de los forasteros” tuvo mucho que ver en ello. El librito (1903) lo publicó, con prólogo de Joan Alcover (el poeta autor de La Balanguera, el himno mallorquín), el periodista, abogado y economista catalán Bartolomé Amengual Andreu. En Palma se construyó el Grand Hotel (1901) y se vio que por sí solo no era capaz de atraer a una clientela adinerada (que es lo que buscaba su promotor, Joan Palmer Miralles). El modelo de rentabilidad lo estaba ofreciendo el periodista Miguel de los Santos Oliver, con sus artículos en La Almudaina, bajo la sección “Desde la terraza”. Y bien que oteaba. Las ideas de Oliver las aplicó Palmer en su hotel y Amengual en su librito donde se explica cómo hacer rentable “la industria de los forasteros” y hasta propuso la constitución de una sociedad de promoción, Pro Maiorca, que desembocó (1905) en la Sociedad de Fomento del Turismo de Mallorca. Amengual creó también la Societat d’Atracció de Forasters de Barcelona (1907) con idénticos objetivos. Estas dos iniciativas, y la posición de San Sebastián y Santander, colocaron ya a España en el Mapa de los Grandes Turistas (británicos, franceses y norteamericanos).

A partir de ahí, dos marqueses impulsaron tanto la recuperación de monumentos (para visitas, marqués De la Vega Inclán) como la creación del “Circuito español para turistas extranjeros”, promovido por Salvador Samá i Torrents, por dos veces alcalde de Barcelona y 2º marqués de Marianao. Benigno de la Vega-Inclán fue, al poco, el primer director de la Comisión Regia de Turismo (1911) y organizó las exposiciones Sunny Spain, en Londres y Nueva York, en 1914… pero estalló la IGM y nuestros turistas en vez de venir al sol de España… se nos fueron a la guerra.



Con Primo de Rivera siguió la organización y promoción de nuestra incipiente capacidad turística pero las guías, señala Pack, seguían insistiendo en que “falta higiene y sobra suciedad en las ciudades”. Claro, no había descubierto las playas.

Aquí llegados, merece la pena destacar el esfuerzo de una publicación de 1926: “El peregrino y el turista”, una revista quincenal ilustrada que “mezclaba ligeras sátiras sobre el primitivo estado del sector con ardientes propuestas de mejora”. Don Aniceto, “arquetipo del español entusiasta” era el protagonista, al tiempo que los mensajes de Antonio Bermúdez Cañete sentaban cátedra turística. Bermúdez viajó por Europa y tomó buena nota de lo acertado y nefasto del turismo, y lo plasmaba. Fue profesor de la Universidad de Munich (1921-26), de donde fue expulsado por los nazis (y eso que tradujo el Mein Kampf al español), y terminó muy malamente sus días en la checa del Círculo de Bellas Artes de Madrid (1936). Pero desde 1926 había abogado por “hacer sistemáticamente -del turismo- una fuente de ingresos considerable que traiga a nuestra patria la riqueza que nuestro -trágicamente desfavorable- comercio exterior cotidianamente se nos lleva”. Criticaba, desde “El peregrino y el turista” que la Comisión Regia de Turismo fuera “esencialmente un organismo artístico… en lugar de una empresa predominantemente comercial”.

Esto ha cambiado poco. Ya les contaré más.






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