7 jul 2020

A PROPÓSITO DE LA CONCERTADA Y LA EDUCACIÓN EN ESPAÑA (III)


Uno de nuestros más brillantes ilustrados, el gijonés Baltasar Melchor Gaspar María de Jovellanos (1744-1811) -además de teorizar mucho- puso en práctica sus principios en el salmantino Colegio Imperial (de la Inmaculada Concepción) de Calatrava (de la Orden Militar de Calatrava) o en la creación del Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía (hoy, IES Jovellanos; uno de los más antiguos de España). Pero lo más destacado es su Memoria sobre Educación Pública donde apuesta por extender la educación a todo el solar patrio. Y en plena Guerra de la Independencia (1811) presenta las Bases para la formación de un Plan General de Instrucción Pública donde se contemplan escuelas primarias gratuitas y la subordinación de todos los centros escolares, incluso los seminarios eclesiásticos y los colegios privados, a la autoridad y vigilancia del Gobierno.

Ahí centró Jovellanos un balón al área de la política educativa que las Cortes de Cádiz remataron a gol. La constitución de 1812 legisló que la responsabilidad única en materia educativa correspondía al Estado y que ya se podían tomar medidas para la secularización de la enseñanza en España y la América que era España. ‘La Pepa’ cimentó una enseñanza universal, programada, financiada y controlada por el Estado, pública y gratuita, con un articulado específico contemplado en el Título IX que obligaba a establecer escuelas de primeras letras en todos los pueblos del Reino para que enseñen a leer y escribir, lo elemental del cálculo matemático, el Catecismo de la religión católica y las obligaciones civiles. Se creó la Dirección General de Estudios para la inspección de un proceso que se fundamentaba en cuatro pilares: universalidad, igualdad, uniformidad y libertad.

Nada más promulgarse la Constitución algunos diputados liberales ven la necesidad de una Ley General de Instrucción Pública que desarrollara y ampliara los principios constitucionales. En marzo de 1813 se constituye una Junta de Instrucción Pública que encarga un informe sobre la reforma general de la educación nacional. Redactado en apenas seis meses, el informe fue elaborado en la ciudad de Cádiz y firmado el 9 de septiembre de 1813. Se conoce como Informe Quintana y fue redactado por los diputados Martín González de Navas, José de Vargas Ponce, Eugenio de Tapia, Diego Clemencín, Ramón Gil de la Cuadra y Manuel José Quintana. No llegó a aplicarse, pero influirá.

Contemplaba seis premisas: igualdad de conocimientos, universalidad en su implantación, uniformidad para garantizar una calidad de enseñanza a todos los ciudadanos, titularidad pública, gratuidad en los tramos obligatorios y libertad de elección, posibilitado la existencia de centros privados. Había en aquel texto una confianza ciega en que la educación era el principal elemento revolucionario para sacar al pueblo español de la ignorancia en que nacía y que sería argumento de promoción social. 

El Informe Quintana ya contempla la cuestión de la Educación Secundaria y cifraba el coste de implantación del proyecto en 30.000 pesos fuertes (duros de la época) y que no he encontrado tabla de posible equivalencia y conversión a euros para dar idea de la magnitud económica.

Y como somos como somos en la vieja piel de toro, el 11 de mayo de 1814, al grito de ¡Vivan las cadenas!, españolitos de a pie desengancharon los caballos de la carroza de Fernando VII (El Deseado/El Felón, se mire según el ángulo en que se mire) y tiraron de ella hasta el Palacio Real. El episodio se cuenta de Madrid, pero parece que ocurrió en Aranjuez; incluso hay que se lo apunta a Valencia.

Sea donde fuere que ocurriera -y que nos califica como pueblo- el caso es que el 4 de mayo de 1814, Fernando VII había promulgado un decreto, redactado por Juan Pérez Villamil y Miguel de Lardizábal, que restablecía la monarquía absoluta y declaraba nula y sin efecto toda la obra de las Cortes de Cádiz.

En Madrid, el camino lo allanó el capitán general de Castilla la Nueva, Francisco de Eguía, quien preparó la llegada real a golpe de arresto de liberales, de los miembros de Consejo de Regencia y de varios ministros. Lo de Eguía fue un golpe de estado en toda regla, que se consumó en la madrugada del 11 de mayo con la disolución de las Cortes.

Tras un paréntesis de seis año, en 1820 se restableció la legalidad constitucional y las nuevas Cortes legislaron, de nuevo, sobre Enseñanza y se aprobó el Reglamento General de Instrucción Pública (1821) que será la primera ley educativa de España, consagrando una educación pública, uniforme y gratuita y estableciendo la estructura de un sistema que tiene tras de sí casi dos siglos: Primaria, Secundaria y Superior (si bien, todo hay que decirlo, es lo mismo del Informe Quintana -y cuatro diputados liberales más- de 1814).

En la Educación primaria, gratuita, se contemplaban dos catecismos: uno de religión moral y otro político “explicativo de los derechos y obligaciones ciudadanas”, junto a lectura, escritura y aritmética elemental, en centros dependientes de ayuntamientos y diputaciones.

De nuevo los liberales no ponían trabas a la enseñanza privada, otorgando máximo respeto a la libertad de elección, pero destacando que el control era Estatal. En los centros de enseñanza superior ponían quisquillosos sobre profesores y estudiantes, pero eso el de otro Post.

Concluyo hoy: el Reglamento de 1821 es fruto del Trienio liberal (marzo 1820-septiembre de 1823) y en el ADN sumó el virus de la radicalidad política que parece que sigue haciendo de las suyas en la vida nacional desde entonces: la libertad de enseñanza se fue a convertir en principio ideológico de un proyecto educativo nacional que no había nacido aún… y ahí sigue. Y a ver quién le pone el cascabel al gato.






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